Frente al silencio.

Frente al silencio.

martes, 10 de abril de 2018

Millán Vieco Ripoll





Es mágico tener que levantarse
a trabajar
a las seis y treinta a eme
y a pesar de todo estar aquí
dos horas antes del tajo
pensando frases ingeniosas
que leíste alguna vez
o que viste por alguna parte
en la calle no deja de llover
y alguien acaba de tirar
una botella de vidrio
al contenedor de vidrios
me pregunto quien será
seguro que no se plantea
que hay un tipo a pocos metros
pensando que "el amor
es el triunfo de la imaginación
sobre la inteligencia"
o pensando por ejemplo
que "escribir poesía
es estar
atento a lo que no sucede"
todas esas frases
todas esas mentes ingeniosas
que las inventaron
me intrigan demasiadas veces
pienso en Garcia Marquez
"La vida no es la que uno vivió
sino la que uno recuerda
y como la recuerda
para contarla"
y a veces me da por mirar
el principio de la naranja mecanica
o el final de american beauty
y llego a la conclusión de que
la vida es lo que ocurre
entre esos dos momentos
inmensamente sublimes
el nacimiento de algo
y la muerte de algo
pero no tiene que ser
precisamente una vida
puede ser también
una madrugada
puede ser esta misma
antes de ir al curro
la lluvia cayendo y yo
fumando cigarrillos
de uno en uno
esperando el comienzo del día
el final de la noche
mientras cuatro millones y medio
(millón arriba millón abajo)
de personas
que habitan en esta ciudad
deben de estar en la cama
un martes de madrugada
esperando a que suene
la alarma que les despierte
y les envuelva el atasco
como una ola rompiendo
en la orilla de la playa
me gusta la noche y la paz
que se respira
me gusta escuchar el sonido
de algún grifo goteando
o la cisterna del agua
del vecino que a deshora
va a mear de madrugada
todo esto me relaja
Y me gusta ser así
un tipo desencajado
que no respeta el horario
del resto de los mortales
y quiero que puedas contarlo
me gustaría que estés
pongamos por caso
subiendo en el ascensor
en ese momento incómodo
que no sabes que decir
Y entonces se te ocurra esto:

conozco a un tipo que una vez
estaba escribiendo un poema
a las cuatro y treinta y ocho a eme
con un libro de Rimbaud
encima del escritorio
abierto por la pagina setenta
es un tipo peculiar
que se llama Millán Vieco

mientras todos los demás
sencillamente duermen
el se dedica a soñar
despierto






Millán Vieco Ripoll. 2018, de su muro de Facebook





lunes, 9 de abril de 2018

E. M. Cioran (I)




DEJAR DE SER HOMBRE


      Estoy cada vez más seguro de que el ser humano es un animal desgraciado, abandonado en el mundo, condenado a encontrar una manera de vivir propia, inédita en la naturaleza. Su supuesta libertad le hace sufrir más que cualquier forma de vida cautiva en la naturaleza. Nada tiene de extraño, por consiguiente, que el ser humano llegue a veces a estar celoso de una planta, de una flor. Para querer vivir como un vegetal, crecer enraizado, desarrollarse y luego marchitarse bajo el sol con una perfecta inconsciencia, para desear participar en la fecundidad de la tierra, ser una expresión anónima del curso de la vida, no hay que poseer la mínima esperanza respecto al sentido que la humanidad pueda tener. ¿Por qué no cambiaría yo mi existencia por la de un vegetal? Sé ya lo que significa ser hombre, tener ideales y vivir en la historia: ¿qué puedo esperar aún de semejantes realidades? Ser hombre es ciertamente algo capital, trágico, dado que el hombre vive en una categoría de existencia radicalmente nueva, mucho más compleja y dramática que la naturaleza. A medida que nos alejamos de la condición del ser humano, la existencia pierde intensidad dramática. El hombre tiende constantemente a arrogarse el monopolio del dramay del sufrimiento; de ahí que la salvación represente para él un problema tan candente e insoluble. Yo no puedo sentir el orgullo de ser hombre, porque he vivido ese fenómeno hasta sus últimas consecuencias. Sólo quienes no lo han vivido intensamente pueden sentirlo, puesto que no hacen más que seguir intentando llegar a ser hombres. La fascinación que sientes es totalmente natural: nada más comprensible que quienes apenas han superado el estadio animal o vegetal aspiren a la condición de seres humanos. Pero quienes saben lo que ella significa intentan convertirse en todo menos en eso. Si yo pudiera, adoptaría cada día una forma diferente de vida animal o vegetal, sería sucesivamente todas las especies de flores: rosa, espino, mala hierba, árbol tropical de ramas retorcidas, alga marina mecida por las olas, o vegetación de las montañas a merced del viento; o si no pájaro de canto melodioso o ave rapaz de grito estridente, ave migratoria o sedentaria, animal del bosque o doméstico. Me gustaría experimentar la vida de todas esas variedades de seres con un frenesí salvaje e inconsciente, recorrer toda la esfera de la naturaleza, transformarme con una gracia ingenua, sin afectación, como víctima de un proceso natural. ¡Cuánto me gustaría aventurarme en los nidos y en las grutas, en los desiertos montañosos y marinos, en las colinas y en las llanuras! Sólo una evasión cósmica semejante, vivida según el arabesco de las formas vitales y lo pintoresco de las plantas, podría despertar en mí el deseo de volver a ser hombre. Porque, si la diferencia entre el animal y el ser humano consiste en que el primero no puede ser más que animal mientras que el segundo puede dejar ser hombre es decir, algo diferente de sí mismo, yo soy entonces la negación de un ser humano.





TRANSUBSTANCIACION DEL AMOR


      Lo irracional desempeña un papel capital en el nacimiento del amor, al igual que la impresión de fundirse, de disolverse, en la sensación del amor. El amor es una forma de comunión y de intimidad: nada podría expresarlo mejor que el fenómeno subjetivo de la disolución, del derrumbamiento de todas las barreras de la individualización. ¿Acaso el amor no es a la vez, paradójicamente, lo universal y lo singular por excelencia? La verdadera comunión sólo puede realizarse a través de lo individual. Amo a un ser, pero como éste es el símbolo del todo, participo de la esencia del todo de manera ingenua e inconsciente. Esta participación universal supone la especificación del objeto, pues no puede existir un acceso a lo total sin el acceso absoluto a un ser individual. La vaguedad y la exaltación del amor surgen de un presentimiento, de la presencia irracional en el alma del amor en general, que alcanza entonces su paroxismo. El amor verdadero es una cumbre que la sexualidad menoscaba. ¿Acaso la sexualidad no alcanza también cimas? ¿No permite paroxismos únicos? Sin embargo, ese curioso fenómeno que es el amor expulsa la sexualidad del centro de la conciencia, a pesar de que no se pueda concebir un amor sin sexualidad. El ser amado crece entonces en nosotros, purificado y obsesionante, aureolado de transparencia y de intimidad, las cuales convierten la sexualidad en algo marginal, si no de hecho al menos subjetivamente. Entre los sexos no hay amor espiritual, sino una transfiguración carnal en la que la persona amada se identifica con nosotros hasta producirnos la ilusión de la espiritualidad. Entonces únicamente surge la sensación de disolución, en la que la carne tiembla con un estremecimiento total y deja de ser resistencia y obstáculo para abrasarse gracias a un fuego interior, para fundirse y perderse.



E. M. Cioran. "En las cimas de la desesperación". 2009, Tusquets editores.




viernes, 6 de abril de 2018

Vladimir Nabokov




13


      El domingo que siguió al sábado ya descrito amaneció tan rutilante como había pronosticado la oficina meteorológica. Al ir a dejar la bandeja de mi desayuno sobre la silla junto a la puerta de mi cuarto para que la señora Haze la retirara cuando quisiera, capté la siguiente situación deslizándome silenciosamente sobre mis viejas zapatillas (lo único viejo que tenía) por el descansillo de las escalera hasta el pasamanos. Había surgido un nuevo inconveniente. La señora Hamilton acababa de telefonear para decir que su hija <<tenía temperatura>>. La señora Haze informó a su hija que deberían postergar el picnic. La fogosa Haze menor informó a la fría Haze mayor que en ese caso no la acompañaría a la iglesia. La madre dijo <<muy bien>> y se marchó.
      Yo había salido al descansillo de la escalera inmediatamente después de afeitarme, todavía con jabón en las orejas y con mi pijama blanco con flores azules (no lilas, esa vez) en la espalda; después me quité el jabón, me perfumé el pelo y las axilas, me puse una bata de seda púrpura y, canturreando nerviosamente, bajé las escaleras en busca de Lo.
      Quiero que mis lectores participen de la escena que he de evocar. Quiero que examinen cada pormenor y vean por sí mismos hasta qué punto fue cauteloso y casto lo ocurrido, si se lo considera como lo que mi abogado ha llamado (en una conversación privada) <<simpatía imparcial>>. Empecemos, pues. Tengo ante mí una tarea difícil.
      Protagonista: Humbert el Canturreador. Época: la mañana de un domingo de junio. Lugar: un cuarto soleado. Detalles: un viejo escritorio americano, revistas, un fonógrafo, chucherías mexicanas (el difunto Harold E. Haze Dios le bendiga había engendrado a mi amada en la hora de la siesta, en un cuarto azulado, durante su luna de miel en Veracruz, y en la casa entera había recuerdos, entre ellos Dolores).
      Lo usaba esa mañana un bonito vestido estampado que ya le había visto una vez, con falda amplia, talle ajustado, mangas cortas y de color rosa, realzado por una rosa más intenso. Para completar la armonía de colores, se había pintado los labios y llevaba en las manos ahuecadas una hermosa, trivial, edénica manzana roja. Pero no estaba calzada para ir a la iglesia. Y su blando bolso dominical había quedado olvidado junto al fonógrafo.
      El corazón me latió como un tambor en un sueño cuando Lo se sentó, ahuecando la fresca falda, sumergiéndose a mi lado, en el sofá, y empezó a jugar con la fruta brillante. La arrojó al aire lleno de puntos luminosos, la atrapó y oí el ruido como de ventosa que hizo en su mano.
      Humbert Humbert arrebató la manzana.
      <<Dámela>>, suplicó, mostrando las palmas de mármol. Tendí la deliciosa fruta. Lolita la tomó y la mordió. Mi corazón fue como nieve bajo esa piel carmesí, y con una ligereza de mono, típica de esa nínfula norteamericana, arrancó de mis distraídas manos la revista que yo había abierto ( lástima que ninguna película haya registrado el extraño dibujo, la trabazón monográfica de nuestros movimientos simultáneos o sobrepuestos). Con precipitación estorbada por la manzana desfigurada que sostenía, Lo recorrió violentamente las páginas en pos de algo que deseaba mostrar a Humbert. Al fin lo encontró. Me fingí interesado y acerqué mi mejilla, mientras ella se limpiaba la boca con el dorso de la mano. Reaccioné lentamente ante la fotografía, por culpa de la bruma luminosa a través de la cual la observaba, mientras Lolita restregaba y entrechocaba impaciente las rodillas desnudas. Confusamente fueron surgiendo un pintor surrealista que descansaba, en posición supina, en una playa, y junto a él, en la misma posición, semienterrado en la arena, un calco de la Venus de Milo. <<Fotografía de la semana>>, decía el epígrafe. Arrojé esa imagen obscena. De inmediato, en un fingido esfuerzo por recobrarla, Lolita se tendió sobre mí. La tomé por el fino talle. La revista escapó al suelo como un gallo asustado. Ella se volvió, se echó hacia atrás y se apoyó en el ángulo derecho del escritorio. Entonces, con perfecta sencillez, la impúdica niña extendió sus piernas sobre mi regazo.
      Por entonces yo estaba en un estado de excitación que lindaba con la locura, pero al propio tiempo tenía la astucia de un loco. Sentado allí, en ese sofá, me las compuse para aproximarme a sus cándidos miembros mediante una serie de movimientos furtivos. No era fácil distraer la atención de la niña mientras llevaba a cabo los oscuros ajustes necesarios para que la treta resultara. Hablaba rápido, contenía la respiración, inventaba un súbito dolor de dientes para explicar lo entrecortado de mi jadeo, y mientras tanto, fijando una mirada de maniático en mi dorada meta, fui aumentando sigilosamente la proximidad. Como mi jadeo adquirió cierto ritmo deliciosamente mecánico, empecé a recitar, mutilándolas apenas, las palabras de una cancioncilla muy popular: ¡Oh mi Carmen!, ¡oh mi Carme! Aquellas lejanas noches Y las estrellas y los bares y los barmen y los coches... Seguí repitiendo es automática nadería y mantuve a Lolita bajo su especial hechizo (especial a causa de mis mutilaciones); mientras tanto, tenía un miedo moral de que algún acto divino me interrumpiera, me quitara esa carga dorada en cuya sensación mi ser todo parecía concentrado. Esa ansiedad me obligó a trabajar, durante el primer minuto, con más precipitación de la que era conveniente. De pronto, ella tomó posesión ¡Oh mi Carmen!, ¡oh mi Carmen! Aquellas lejanas noches... y su voz se insinuó en mi canto y corrigió la melodía que yo deformaba. Era una voz musical, con dulzura de manzanas. Sus piernas se estremecieron un poco. Y allí estaba ella, reclinada contra el ángulo derecho del escritorio. Lola la colegiala, devorando su fruto inmemorial, cantando a través de su jugo, perdiendo una zapatilla, restregando el talón de su pie desnudo contra un sucio tobillo, contra la pila de revistas viejas amontonadas a mi izquierda, sobre el sofá... Y cada movimiento suyo me ayudaba a ocultar y mejorar el oculto sistema de correspondencia táctil entre mi ente enfermo y la belleza de su cuerpo con hoyuelos, bajo el inocente vestido de algodón.
      Mis dedos escudriñadores sintieron que los pelos diminutos se erizaban ligeramente. Y me perdí en el ardor punzante, pero saludable, que como la bruma estival flotaba en torno de la pequeña Haze. Que se quede así, que se quedé así... Cuando hizo un esfuerzo para arrojar el resto de la manzana a la chimenea, su joven cuerpo, sus inocentes piernas sin pudor se movieron sobre mi regazo tenso, torturado, subrepticiamente laborioso, y de súbito un cambio misterioso ocurrió entre mis sentidos. Ingresé en el nivel de existencia donde nada importaba, salvo la infusión de goce que fermentaba en mi cuerpo. Lo que había empezado como una distensión deliciosa de mis raíces más íntimas se convirtió en una rutilante comezón que ahora llegaba al estado de una seguridad, una confianza, una firmeza absoluta, inhallables en la vida consciente. Con esa honda y cálida dulzura así establecida y encaminada hasta su convulsión última, sentí que podía detenerse para prolongar tal incandescencia. Lolita había sido solipcizada con impunidad. El sol cómplice latía en los álamos; estábamos fantásticamente, divinamente solos. Yo la observaba rósea, cubierta de polvillo dorado a través del velo de mi deleite gobernado, ignorante de él, ajena a él, y el sol estaba en sus labios, y sus labios aún parecían formar las palabras de la cancioncilla, que ya no llegaba a mi conciencia. Ya todo estaba listo. Los nervios del placer estaban al descubierto. El menor placer bastaría para poner en libertad todo paraíso. Había dejado de ser Humbert el Canalla, el gusano degenerado de ojos tristes aferrado a la bota que la echaría de un puntapié. Estaba por encima de las tribulaciones del ridículo, más allá de las posibilidades de retribución. En mi serrallo exclusivo, era un turco fornido y radiante que, con plena conciencia de su libertad, posponía deliberadamente el momento de gozar. Suspendido al borde de ese voluptuoso abismo (una delicadeza de equilibrio fisiológico comparable a determinadas técnicas artísticas), seguía repitiendo palabras sueltas Y las estrellas y los bares y los barmen y los coches..., como alguien que hablara en sueños.
      El día anterior, Lolita se había dado un golpe contra el pesado arcón del vestíbulo, y jadeé: <<¡Mira, mira! ¡Mira lo que te has hecho, ah, mira!>> Pues juro que había un cardenal en su encantador muslo de nínfula, que mi enorme mano velluda lentamente masajeó y envolvió, tal como se hacen cosquillas y caricias a un niño que ríe, justamente así y <<Oh, no es nada>>, gritó con una súbita nota chillona en la voz, y agitó el cuerpo, y se contorsionó, y echó atrás la cabeza, y mi boca quejosa, señores del jurado, llegó hasta casi su cuello desnudo, mientras sofocaba contra su pecho izquierdo el último latido del éxtasis más prolongado que haya conocido nunca hombre o monstruo.
      En seguida (como si hubiésemos luchado y de pronto yo hubiese soltado a mi presa), se deslizó del sofá y saltó sobre sus pies sobre su pie, más bien para atender el teléfono, que sonaba con estrépito formidable y que, en cuanto a mí, podía seguir sonando durante siglos. Con el auricular en una mano, pestañeando, las mejillas encendidas y el pelo revuelto, paseando sobre mí y los muebles una mirada igualmente ausente, mientras hablaba o escuchaba (a su madre, que le decía que fuera a almorzar con ella a casa de los Chatfield ni Lo ni Humbert sabían qué embrollo estaba preparando Haze), golpeaba el borde de la mesa con la zapatilla que tenía en la otra mano. ¡Bendito sea Dios, no había advertido nada!
      Con un pañuelo de seda multicolor, sobre el cual se detuvieron sus ojos de oyente, me sequé el sudor de la frente y, sumergido en una euforia de abandono, recompuse mis vestiduras reales. Ella seguía al teléfono, discutiendo con su madre (mi Carmencita quería que la llevaran en automóvil), cuando subí las escaleras cantando cada vez más fuerte para provocar un diluvio de agua humeante y rugiente en la bañera.
      Ahora puedo recordar también las palabras de esa canción, que según creo, nunca supe muy bien:
         ¡Oh mi Carmen!, ¡oh mi Carmen!
         Aquellas lejanas noches
         Y las estrellas y los bares y los barmen y los coches,
         Y, ¡oh querida mía!, aquellos amargos reproches
         Aquella lejana ciudad donde paseamos
         Y tan alegremente nos abrazamos,
         Y la pistola con la que te maté, Carmen,
         La misma que empuño ahora.

      (Supongo que tomó su automática del treinta y dos y le metió una bala entre los ojos a su compinche.)






Vladimir Nabokov. "Lolita". 1999, Unidad Editorial.





martes, 3 de abril de 2018

Víctor Peña Dacosta





SI ESTO ES UN HOMBRE


Yo siempre he sido el niño que se aguanta la risa
en el segundo banco de la iglesia
antes de engullir la hostia consagrada.

Un subdelegado votado medio en broma
que reclama imparcialidad ante los exámenes.

Siempre he sido la mancha en la pared.

El bufón llorando en el entierro de un amigo.

Yo soy aquel que por las noches te describe.

Ya sobreviví a mi propio Holocausto.

Confieso que escribo en verso por pura pureza.





NUEVA TEMPORADA


Estabas preciosa con tu uniforme
de El Corte Inglés y yo iba muchos días
a esperarte a la salida. ¿Te acuerdas?
Te esperaba tras una esquina,
te tapaba fuerte la boca,
para que no gritaras, susurraba
que, si chillabas, te mataría,
te arrastraba a un portal cercano,
entre empujones y amenazas
soeces. Y luego jugaba
a violarte.
Y tú jugabas a que te violaba
y te gustaba.

Al terminar, nos íbamos a casa
creyéndonos los más modernos y entregados
a nuestras fantasías sexuales
de mentirijillas.

Pero un día de primavera,
¿te acuerdas?, te esperé tras una
esquina diferente, te tapé
la boca de otra manera,
puse otra voz al susurrarte,
¿te acuerdas? Y también varié
el ritmo, la presión y el ángulo
habitual de mis embestidas.

Ese día, ¿recuerdas?, te corriste
más que nunca, nos volvimos a casa
sin hablarnos, nos acostamos
sin decirnos nada y, al día siguiente,
antes de que volvieras, ya me había
marchado para siempre de tu vida.

Estabas preciosa con tu uniforme
de El Corte Inglés por las rodillas,
pero no he vuelto a esa jodida tienda
desde aquel horrible día (¿te acuerdas?)
y, cada vez que anuncian que ha llegado
de nuevo la primavera, me escondo
tras esa misma esquina y lloro
tu recuerdo a lágrima viva.







CARTA ABIERTA DE LO QUE QUEDABA
DEL VÍCTOR PEÑA DE 19 AÑOS DIRIGIDA
AL ACTUAL VÍCTOR PEÑA ANTES DE
DESAPARECER PARA SIEMPRE


Tú antes molabas.
Bart Simpson


No quiero ser duro contigo,
que bastante tienes con lo que tienes.
Mírate, eso no era lo pactado:
eres la publicidad engañosa
de lo que yo prometía. El reverso
caducado de una tapa dorada.

Eres Kennedy y Zapatero.
El casi pero al final no.

Eres la alergia de la primavera,
una oferta que sale cara.
El delirio sin aires de grandeza.
Eres la realidad tras la esperanza,
la resaca de las celebraciones
y las agujetas del sexo
mediocremente salvaje.

Eres Rod Stewart.
Guti.
Obama.
Tao Lin.
Eres peor que Stone Roses.

Pero no quiero ser duro contigo.
Solo quería despedirme:
no te veré pagar una hipoteca
ni ponerte (aún) más gordo.
No veré cómo te casas y te largas
de luna de miel a un infierno carísimo.
No veré cómo te compras un coche
y malvendes tus discos de vinilo.

No te veré caer en el voto útil
ni en las rebajas de Ikea.
No pasaré la vergüenza
de oírte blasfemar pidiendo
una cerveza sin alcohol.

No te veré morir.




Víctor Peña Dacosta. "LA HUIDA HACIA DELANTE". 2014, Ediciones de La Isla de Siltolá.