Frente al silencio.

Frente al silencio.

miércoles, 31 de agosto de 2016

Iván Rojo




La increíble historia de un caballo viejo


Alguien dijo que llevaba tres días allí, el caballo, en la poza. Lo encontramos por casualidad. Métete por ahí, dijiste, te vendrá bien dormir un rato. Así que di un volantazo y cogí el camino de tierra. Eran las cuatro de la tarde, el sol como una fragua. Miles de insectos chirriaban alrededor. Detuve el coche bajo un manojo de árboles raquíticos, tostados. Entonces lo vimos, en aquella charca turbia, pestilente: el caballo. Negro.
Bajamos del coche, nos acercamos despacio a través del calor sofocante. Ya ni siquiera tenía fuerzas para relinchar, la grupa, el vientre, el lomo, todo él sumergido salvo la caña de la pata delantera izquierda, que asomaba desde la rodilla y se apoyaba en la orilla fangosa, y la cabeza, los ojos enjambrados de moscas y la boca resollando contra el barro.
─Es un caballo viejo ─nos dijo un tipo que pasaba por allí, el mismo que nos informó que su tormento duraba ya tres días.
Guardamos silencio. El hombre prosiguió:
─Es muy viejo ─dijo mientras los tres mirábamos al animal hundido─, ya no sirve ni para arrastrar su sombra. En fin ─sentenció el hombre─…es triste pero ha llegado su hora.
Le lanzaste una mirada que habría aniquilado a todo un ejército. Luego la posaste de nuevo en el caballo y respiraste hondo. El tipo se limitó a darnos las buenas tardes y siguió su camino. Sabía que ibas a decirlo, así que no me sorprendió oírtelo:
─No podemos dejarlo ahí.
Aparté los ojos del caballo para ponerlos en ti. Tenías los brazos en jarra y el ceño fruncido, la vista en la bestia. Añadiste:
─No podemos, sencillamente. Tenemos que sacarlo. Y lo sabes.
Entonces te acercaste a la charca, te acuclillaste junto al caballo y le acariciaste la testuz. Yo fui al coche, abrí el maletero y busqué aquella cuerda que había dentro cuando lo compré de segunda mano, una vieja cuerda de escalada, azul eléctrico. No estaba seguro de que la conserváramos. Cada vez que la veía pensaba en deshacerme de ella. Era posible que la hubiera tirado hacía tiempo. Pero allí estaba, al fondo, polvorienta y algo deshilachada entre trapos manchados de grasa. Experimenté una sensación extraña al cogerla: se me erizó el vello de los brazos. Y pensé que era como si la cuerda hubiera estado esperando la ocasión de volver a ser útil.
Tonterías, me dije, cerré el maletero y me giré para mirarte.
Seguías al borde de la poza, de espaldas a mí, acariciando al caballo. Bajo el sol cegador la escena me pareció de otro mundo y de otro tiempo, algo así como un fotograma quemado por el tiempo. Supe que nunca olvidaría ese momento: tú, el caballo moribundo, la charca negruzca y el verano abrasándolo todo.
Bueno... Subí al coche, maniobré para ponerlo de culo a la ciénaga, y di marcha atrás despacio. Me detuve a unos metros del borde, donde la tierra aún no era barro. Bajé y te mostré la cuerda.
─Esto es lo que hay ─te dije.
Y tú:
─Bien, intentémoslo.
Quisimos pasar la cuerda bajo el pecho del caballo. Pero era imposible: el agua era totalmente negra y además el lodo la había espesado hasta convertirla en una masa viscosa; no había forma de lanzar la cuerda por debajo del cuerpo sumergido del caballo. Muy pronto vimos claro que la única opción consistía en atarla a su cuello. Y eso hicimos. La anudamos lo más abajo posible, para evitar lastimarlo en la medida de lo posible. Pero sabíamos muy bien que corríamos el riesgo de estrangularlo. Además el pobre animal estaba agotado. El agua limpia de sus ojos perdía brillo por momentos. Las moscas se la bebían. Cuando cerramos la cuerda en torno a su cuello reunió sus últimas fuerzas para revolverse penosamente. Lanzó una coz con su pata libre. Me rozó el pómulo con el casco; todavía conservo la cicatriz, finísima. Después solté cuerda y fui hasta la parte trasera del coche, y até el otro extremo lo más fuerte que pude al pivote para el remolque que no teníamos. Di un par de tirones para comprobar que estaba bien anclada.
─Vamos ─dijiste con voz ansiosa─, date prisa.
─Tranquila ─respondí, y me senté al volante.
Me di cuenta de cuánto estaba sudando al apoyarme en el respaldo. Abrí la guantera, cogí el cúter y me lo guardé en el bolsillo de atrás del pantalón. Luego encendí el motor, metí primera y aceleré poco a poco.La cuerda se tensó por completo enseguida. La chapa del coche crujía y chirriaba por todas partes. Sonaba como una enorme lata de Coca-Cola retorcida. Pero desde la poza me llegaban con nitidez los quejidos del pobre bicho. Bufaba ahogadamente, y de tanto en tanto emitía un chillido agudo espeluznante.
─Para, para ─gritaste de pronto.
Eché un vistazo al retrovisor. Tenías las manos en la cabeza y dabas saltos de impotencia. Entonces te arrodillaste un instante junto al animal, le tocaste las orejas y le dijiste algo. Y viniste corriendo, te acodaste en mi ventanilla y dijiste:
─Se le ha subido hasta la garganta; se está asfixiando.
─Pero no hay otra manera ─te repliqué─; es mejor arriesgarse─ y empecé a pisar de nuevo el acelerador.
─No, espera ─gritaste.
Miraste unos segundos alrededor en busca de inspiración. Y de pronto se te iluminaron los ojos.
─Espera ─repetiste─, ¡espera!, ¿me oyes?
Y echaste a correr a través de aquel secarral requemado. Cien, doscientos metros, hasta lo que me pareció una valla de madera desvencijada, alta y despintada. Probablemente la pared de una vieja edificación. El caso es que te liaste a golpes con ella. Te vi empujarla, darle patadas, incluso embestirla con el hombro. Y al final uno de los tablones acabó por soltarse y caer al suelo. Corriste de vuelta arrastrando aquel pedazo de madera más alto que tú a una velocidad increíble. Fuiste directa a la charca y hundiste en ella un extremo del tablón, clavándolo justo debajo del vientre del caballo. Y empezaste a hacer palanca sentándote, saltando y volviendo a sentarte sobre el extremo opuesto.
─Dale ─me gritaste sin siquiera mirarme─, dale fuerte.
Te obedecí. Pisé a fondo el acelerador pero el coche no avanzó ni un palmo. Las ruedas patinaban sobre el polvo rojizo. El motor aullaba. El chasis crujía. Todo crujía. Empezaba a creer que el coche se partiría en dos en cualquier momento cuando de golpe salió proyectado varios metros hacia adelante, como liberado de un ancla. Frené y bajé rápidamente. Supuse que la cuerda se habría roto. Pensé incluso que encontraría el parachoques trasero y quién sabía qué más cosas arrancados, en el suelo.
Pero nada de eso. A través de la polvareda, lo vi: el caballo. Yacía de costado a unos cuantos pasos de la ciénaga. No podía creerlo; lo habíamos logrado. Corté la cuerda con el cúter y corrí hasta allí. Tú ya estabas agachada a su lado.
─Respira ─me anunciaste─, está vivo.
Estabas llorando de alegría. La sonrisa más grande que jamás te había visto brillaba en tu cara. Y seguías sonriendo cuando te volviste hacia mí y me besaste fuerte en los labios. Cuando te apartaste vi la sangre de mi barbilla resplandecer en la tuya. Y recordando mi herida me sentí más vivo que nunca. Más fuerte y valiente. Capaz de todo. Quise explicarte todo eso que me estaba pasando por la cabeza pero entonces el caballo empezó a agitarse.
Nos incorporamos y retrocedimos unos pasos. Lo vimos luchar por levantarse. Tenía el costado que nos era visible extrañamente hinchado. Supuse que estaba enfermo. Pero cómo intentaba levantarse, con todas sus fuerzas.
─Vamos, viejo ─le animé─, un último esfuerzo.
Y tras un buen puñado de tentativas, lanzando un relincho agónico que acalló a las cigarras, lo consiguió.
Se quedó de pie frente a nosotros, mirándonos fijamente, con las patas temblando bajo su peso. Así pudimos comprobar que la rara hinchazón afectaba a ambos costados. Parecía una especie de armadura, pero su aspecto era viscoso, blando. Como el de una crisálida.
─¿Qué le pasa? ─te oí.
Pensé en algo horrible, en un tumor gigante. Pero te respondí:
─Será barro. Apelmazado.
─No ─replicaste─, no es solo eso; es barro y algo más.
Y tenías razón. Porque de repente el caballo, sacudiéndose el pelaje como lo haría un perro que quisiera secarse, nos dejó ver su secreto. La coraza voló por los aires ametrallando el paisaje y a nosotros de pegotes de fango. Y un par de alas inmensas, traslúcidas, como de murciélago surgieron de sus flancos. El tiempo las había apolillado en sus bordes. Efectivamente, aquel caballo y sus alas eran viejos, muy viejos. Sin dejar de mirarnos, el animal las batió varias veces, fuerte, cada vez más fuerte. Después las abrió en toda su envergadura. Cinco o seis metros. Un viento repentino las hinchó. Como un barco que desplegara todo su velamen, así sonó aquella imagen. Y un segundo después aquel caballo viejo, aquella criatura imposible, se elevaba en el aire sin pájaros del campo abrasado. Permaneció unos segundos a unos veinte metros de altura, el sol eclipsado como un disco pálido a través del filtro oscuro de sus alas. Luego, echó a volar hacia el oeste, o tal vez el norte. Y en silencio contemplamos cómo se alejaba hasta que lo perdimos de vista.
Fue un espectáculo irrepetible. Un instante tan especial que decidimos no contárselo nunca a nadie. Fue, en definitiva, un momento mágico. Y lo mejor es que no fue el único que vivimos juntos. Lo mejor es que ni siquiera fue el mejor. Ojalá aún te acuerdes de alguno.






Iván Rojo. 2016, de su muro de Facebook.





domingo, 28 de agosto de 2016

Ray Loriga (II)



Fragmentos:



      Sigue con tu historia. Enfermedades, muertes, suerte, millones por casi nada en la televisión, vendedores de alfombras y de remedios contra la impotencia y cirujanos, qué gente tan extraña los cirujanos que se meten dentro de los demás y después salen como si nada y bancos, dinero, comisiones, intereses que crecen alrededor de una deuda como una ballena que crece alrededor de Jonás, sida, sobre todo sida, sigue con lo que estabas haciendo sida, no te vayas a cortar ahora, si no estoy en casa empieza con los curas y después regálate debajo de las tapas de yogures. Big Bang, nuevas teorías acerca de la creación de la vieja mierda y Dios es parapléjico y bienaventurados los homosexuales y los yonquis porque ellos nos precederán en el reino de los cielos, olimpiadas, y campeonatos del mundo de fútbol y genocidios y epidemias, las siete plagas, los negros, habrá que ver qué hacemos con los negros y las mujeres, también habrá que ver qué hacemos con ellas y los enanos, no hay que olvidar a los enanos, y sobre todo no juzgues desde lejos porque a lo mejor el que parece un enano está de rodillas y a lo mejor está rezando, pero a lo mejor la está chupando, así que no te descuides y piensa que un cuello de hombre blanco ya casi no vale nada y joder, sé que no es culpa mía, pero tampoco era culpa suya antes, así que a correr, y culos blancos corriendo y filipinos crucificados con clavos de ferretería como un moisés separando las aguas de una piscina y el Papa a por uvas, carreteras, puentes, ingenieros de caminos, satélites de telecomunicaciones, todas las violaciones del planeta y algunas multinacionales y quemaduras de primer grado en el salón de su casa en menos de diez segundos y planes para algo definitivamente mejor que todavía no tiene nombre; seguir sin mí.

***






      ¿Qué se puede hacer con una mujer que no se conoce? ¿Qué se puede hacer con una vida que no se tiene? ¿Cómo es que todo lo que dicen los médicos sobre idealizar y fracasar y tener miedo y acerca de soñar con cajas o murciélagos o serpientes no sirve de nada?
      ―¿Por qué no hablas de las mujeres que has conocido?
      ―Porque no me da la gana.
      ―Las mujeres no van a hacerte daño.
      ―Visto desde el barco nada parece muy peligroso, pero aquí en el agua todo está oscuro debajo de los pies y hay que ser muy bueno para no hundirse.
      ―¿Cuándo hablarás de mujeres de verdad, de sus tetas y sus coños, de follar con ellas y de metérsela por el culo?
      ―Supongo que esto es un tratamiento de choque.
      ―Quiero saber si eres capaz de acercarte a una mujer real.
      ―Quiere saber si se me pone dura.
      ―Eso también.
      ―Se me pone dura, y si eso es lo que le interesa le contaré que la meto por todos los agujeros y que le doy con ganas hasta que me corro. Normalmente mientras me corro siempre las llamo putas.
      ―En tus sueños, ¿la chica rubia te la chupa?
      ―En mis sueños Dios me la chupa.
      ―¿Cuándo vas a ser capaz de afrontar las cosas?
      ―Cuando dejen de disparar.

***









      Bien, es importante que empieces a saber qué es lo que harán contigo cuando te atrapen. Te apedrearán cuando digas que sólo tratabas de encontrar un agujero donde meterte. Nadie aceptará tus excusas, dirán: Puede que hayas pasado los días tropezando con la tristeza, pero hemos seguido tus huellas y no nos gusta el sitio al que nos han llevado. Tú dirás: Sólo quería conocer a un niño que no confundiese a sus padres con un martillo. Te preguntarán por las peleas de gallos, y no les bastará con que digas que no te gusta la sangre, querrán ver tus canciones y después querrán enterrarte con ellas. Te apedrearán cuando les cuentes la historia de los dos chicos que echaban carreras y buscaban atajos y nunca volvieron a encontrarse. No quieren historias con finales abiertos. Es una de tus mejores historias, pero para ellos un lobo puede ser un perro y un perro puede ser nada. Puede que las cosas funcionen así para ti, pero para ellos todas tus desgracias no son más que nueces en su ensalada. Tenías un trabajo, y tratabas de mantenerte despierto en casi todas las conversaciones, Dios sabe que lo intentabas, y Dios sabe lo poco que te interesan la mayoría de los planetas y todas las plantas exóticas que crecen en sus jardines. Cuando parecía que lo querías todo sólo buscabas algo para ti. Llegaste a perderte en uno de esos días de papel adhesivo. Desconfiaste de tu reloj y borraste todos los nombre de tu agenda. Te pusiste el bañador justo antes de que ellos dijeran: Enero. Dijiste: Lo siento sinceramente, he tenido una infancia extraña. Pero ellos te dijeron: Nada es personal, sólo estamos disparando contra todo lo que se mueve.

***





      CANCIÓN PARA EL CHICO QUE SE EMPEÑABA EN CONSEGUIRLO A PESAR DE QUE LAS APUESTAS ESTABAN 9 CONTRA I


      Alguien le dijo al más pequeño: Ésta no es la manera, chico, no es así como se supone que debes hacerlo.
      Alguien le dijo cuando ya había empezado a equivocarse: Mejor busca por otro lado, puedes contar conmigo para un cambio brusco. Uno que casi no hablaba su idioma añadió: Las carreteras serán muros, las baldosas colmillos, los puentes agujeros y los agujeros, agujeros.
      Alguien le dijo al más pequeño: Esto no le ha salido bien a nadie. Pero él no dejaba de mirar sus botas rojas y sólo podía escuchar el sonido de sus propios pasos.
      Cuando por fin encontré a Bowie estaba sentado debajo de un ángel de bronce. Sabía que estaría debajo de un ángel desde el principio, pero Berlín está lleno de ángeles.
      Llevaba los ojos pintados de azul y el pelo rojo. Sabía que había llegado hasta allí por él y por eso apenas me miraba. Empezó a llover, pero no nos movimos. Ni el ángel, ni Bowie, ni yo.
      Cuando ya era casi de noche me dijo:
      No tienes por qué preocuparte, aún eres demasiado joven para elegir.





Ray Loriga. “Héroes”. Plaza&Janés Editores, 1993.







jueves, 25 de agosto de 2016

Ray Loriga (I)



Fragmentos:



      Conducía un camión lleno de dinamita por la Plaza Roja cuando se dio cuenta de que ya no había nada que hacer allí. Se acordó de la foto de Iggy Pop y David Bowie en Moscú. Trató de encontrarlos pero no dio con ellos. Así que comenzó a angustiarse y se angustió tanto que se despertó.
      Le pregunté: ¿Qué coño pasa?
      Y dijo: Nada, sólo era un sueño.
      Después volvimos a quedarnos dormidos. Soñé que tenía una pistola de plata. Una pistola preciosa. Primero disparaba contra el tío que mató a Lennon y pensaba: eso está bien, pero después me ponía a dispararle a todo el mundo. Disparaba sobre los que iban de uniforme y me daba igual que fueran policías, carteros, azafatas o futbolistas. Sinceramente no sabía qué pensar al respecto. Cuando se terminaron las balas, tiré la pistola al suelo y eché a correr. Corría tan deprisa como podía, y podía correr realmente deprisa. Tanto que los niños temblaban en sus asientos cuando pasaba cerca de un colegio. Corría mucho más deprisa de lo que he corrido nunca despierto, dos o tres veces más. Cuando llegué a Moscú me puse a buscar a Iggy y a Bowie pero para entonces ya era viejo y estaba cansado. Un chico con una cazadora de cuero roja me dijo: Bowie ya no está aquí, se ha ido a Berlín, Iggy está con él. Hace un rato ha venido tu chica, pero ella corría más que tú. Ya debe de estar allí. Después el chico se marchó y me quedé sólo y empecé a comprender que todo era un sueño, desde el principio. Porque yo no podía ver en sus sueños y porque ni siquiera tenía chica.
      Muchos años más tarde estuve en Berlín con ella y, a pesar de que Bowie ya no estaba allí, pasamos un tiempo extrañamente feliz. Berlín es una ciudad jodidamente extraña. Contamos ángeles debajo de la lluvia, saludamos a la gente del circo cuando ya se marchaban, compramos medallas a los desertores y yo me acordé de algo que decía Bob Dylan: << Te dejaré estar en mis sueños, si yo no puedo estar en los tuyos.>>

***





      ¿Qué es lo más triste que recuerdas?
      Todo ese tiempo durante el cual no había nada que tapase la tristeza. Quiero decir que la tristeza es algo constante. Las canciones tapan la tristeza igual que el ruido tapa el silencio. Cuando las canciones se acaban vuelve la tristeza. Ir sentado en el autobús por la noche. El sonido de los televisores en verano que baja hasta la calle desde las ventanas abiertas, y la luz azul de los televisores en las mismas ventanas, la estupidez de los domingos, organizar tu propia fiesta de cumpleaños, los regalos que no te gustan hechos con verdadera ilusión, dejar de sentir maravilloso para sentirse normal, no beber, no tomar nada, estar como al principio, Cáceres, cuando desaparece la sensación de ser otra persona que se te queda al salir del cine, las conversaciones del taxista, el metro, las máquinas de chicles del metro, la desgracia o la suerte de los parientes, cualquier noticia de los parientes en realidad, tratar de dormir solo sin estar borracho, los trenes de cercanías, que nada se parezca a algo que has leído. Lo peor es la tristeza. Arriba y abajo es mucho mejor que la tristeza, no importa lo violenta que sea la caída.
      ¿Cuánto puedes subir?
      Da igual cuanto consigas subir, porque siempre llegas a un punto en el que ya no hay más. Puedes seguir con las anfetaminas pero ya no subes ni un peldaño más. Te quedas colgado en tierra de nadie, como una cometa en un tejado, y cuando te pasa eso quieres bajar y descansar pero no puedes y a veces te cuesta un par de días y con un par de días bastantes jodidos. No puedes dormir y no puedes seguir funcionando. No vas a ninguna parte, como una lancha con un motor de seiscientos caballos fuera del agua, la hélice sigue girando pero no avanzas, tienes que esperar a que se termine la gasolina, no puedes parar la hélice con las manos.
      ¿Y eso es bueno?
      Eso es algo y algo siempre es mejor que la tristeza.

***





      Conocí a un chico que era alérgico al polen y al polvo y al serrín y al humo provocado por combustión de carburantes y a las ensaladas y a los gatos y a las ballenas y a las fibras sintéticas y a cada uno de cada dos medicamentos. Era uno de esos chicos que no hablan con nadie. Parecía uno de los que viven en campanas de cristal, así que tenía que enfrentarse con todas sus alergias. Llevaba sus alergias encima como un viajante comercio lleva sus maletas. Demostró legalmente que era alérgico a sus padres, así que sus padres tuvieron que darle una pensión vitalicia sin disfrutar a cambio del consuelo de agujerear sus zapatos con sus propias desgracias, además él ni siquiera llevaba zapatos porque era alérgico a la piel y el caucho. Le hicieron unos zapatos de madera pero a él le pareció que era como andar con dos ataúdes chiquititos en los pies, así que los tiró por la ventana. Una chica que pasaba por la calle recogió los zapatos, y como nunca había visto unos zapatos tan raros subió a ver de quién eran. El chico abrió la puerta y la chica entró, los dos se miraron un rato y los dos eran guapos, y los dos llevaban solos demasiado tiempo, así que se abrazaron un poco a ver qué pasaba y resultó que la chica iba vestida con fibras sintéticas y tenía ojos de gato, y estaba gorda como una ballena y tenía polen en el pelo y serrín en el cerebro y antibióticos en los dedos y ensaladas en la falda y un motor de explosión que le ayudaba a subir las escaleras. El chico se murió con una estúpida y gigante sonrisa de felicidad en la cara.
      Cuando me desperté estaba seguro de que podía aprender algo de ese sueño pero no sabía qué coño podía ser.

***








      Nadie dijo que fuera fácil. Me refiero a correr, esconderse, tratar de querer a alguien, pasar las noches despierto, no enredarse con la mierda del Dios bueno y el Dios trabajo, avanzar sin tirar el lastre, esquivar las balas y tratar de averiguar qué coño pueden hacer los niños en medio de las bombas enterradas en el suelo y las bombas que caen desde el cielo y todas las otras bombas escondidas en la saca del cartero dentro de envíos contrarreembolso.
      Tenía un amigo que casi nunca llegaba a tiempo y que siempre pedía más dinero del que podía devolver. Todos sabíamos que no le iban bien las cosas, pero cuando le veías podías jurar que no fuera un príncipe. Parecía uno de esos herederos que se pasan la vida haciendo lo que les da la gana porque saben que algún día todos sus problemas se arreglarán y todos los fantasmas se irán por donde han venido. Todos sabíamos también que no había ninguna herencia esperándole, pero lo cierto es que nadie en el mundo se lo merecía más que él.
      Tenía un coche francés, un tiburón. Era un coche precioso. Le debía dinero a todo el mundo, pero jamás vendió su coche.
      Recorría la ciudad buscando dinero dentro de su coche y lo cierto es que casi todos sus amigos estábamos de acuerdo en que había que hacer cualquier cosa ante que perdiera un coche como ése. No le gustaba nada tener que pedir dinero, así que bajaba de su maravilloso tiburín y te decía: Amigo, no me dejes colgado. Con él y su coche descubrí que algunas personas valen más por lo que piden que por lo que dan.


***




Ray Loriga. “Héroes”. Plaza&Janés Editores, 1993.