Frente al silencio.

Frente al silencio.

miércoles, 28 de febrero de 2018

Lope de Vega



Acto III


Escena tercera


Sale LAURENCIA, desmelenada

LAURENCIA
Dejadme entrar, que bien puedo,
en consejo de los hombres;
que bien puede una mujer,
si no a dar voto, a dar voces.
¿Conocéisme?


ESTEBAN
¡Santo cielo!
¿No es mi hija?


JUAN
¿No conoces
a Laurencia?


LAURENCIA
Vengo tal,
que mi diferencia os pone
en contingente quién soy.


ESTEBAN
¡Hija mía!


LAURENCIA
No me nombres
tu hija.


ESTEBAN
¿Por qué, mis ojos?
¿Por qué?


LAURENCIA
¡Por muchas razones!
Y sean las principales,
porque dejas que me roben
tiranos sin que me vengues,
traidores sin que me cobres.
Aún no era yo de Frondoso,
para que digas que tome,
como marido, venganza,
que aquí por tu cuenta corre;
que en tanto que de las bodas
no haya llegado la noche,
del padre y no del marido,
la obligación presupone;
que en tanto que no me entregan
una joya, aunque la compre,
no ha de correr por mi cuenta
las guardas ni los ladrones.
Llévome de vuestros ojos
a su casa Fernán Gómez;
la oveja al lobo dejáis,
como cobardes pastores.
¿Qué dagas no vi en mi pecho?
¡Qué desatinos enormes,
qué palabras, qué amenazas,
y qué delitos atroces
por rendir mi castidad
a sus apetitos torpes!
Mis cabellos, ¿no lo dicen?
¿No se ven aquí los golpes,
de la sangre, y las señales?
¿vosotros sois hombres nobles?
¿Vosotros, padres y deudos?
¿Vosotros, que no se os rompen
las entrañas de dolor,
de verme en tantos dolores?
Ovejas sois, bien lo dice
de Fuente Ovejuna el nombre.
¡Dadme unas armas a mí,
pues sois piedras, pues sois bronces,
pues sois jaspes, pues sois tigres...!
Tigres no, porque feroces
siguen quien roba sus hijos,
matando los cazadores
antes que entren por el mar,
y por sus ondas se arrojen.
Liebres cobardes nacistes;
bárbaros sois, no españoles.
¡Gallinas, vuestras mujeres
sufrís que otros hombres gocen!
¡Poneos ruecas en la cinta!
¿Para qué os ceñís estoques?
¡Vive Dios, que he de trazar
que solas mujeres cobren
la honra, de estos tiranos,
la sangre, de estos traidores!
¡Y que os han de tirar piedras,
hilanderas, maricones,
amujerados, cobardes!
¡Y que mañana os adornen
nuestras tocas y basquiñas,
solimanes y colores!
A Frondoso quiere ya,
sin sentencia, sin pregones,
colgar el Comendador
del almena de una torre;
de todos hará lo mismo;
y yo me huelgo, medio hombres,
porque quede sin mujeres
esta villa honrada, y torne
aquel siglo de amazonas
eterno espanto del orbe.


ESTEBAN
Yo, hija, no soy de aquellos
que permiten que los nombres
con esos títulos viles.
Iré solo, si se pone
todo el mundo contra mí.


JUAN
Y yo, por más que me asombre
la grandeza del contrario.


REGIDOR
Muramos todos.


BARRILDO
Descoge
un lienzo al viento de un palo,
y mueran estos inormes.


JUAN
¿Qué orden pensáis tener?


MENGO
Ir a matarle sin orden.
Juntad el pueblo a una voz,
que todos están conformes
en que los tiranos mueran.


ESTEBAN
Tomad espadas, lanzones,
ballestas, chuzos y palos.


MENGO
¡Los reyes, nuestros señores,
vivan!


TODOS
¡Vivan muchos años!


MENGO
¡Mueran tiranos traidores!


TODOS
¡Traidores tiranos mueran!


Vanse todos








Lope de Vega. "Fuente Ovejuna". 1999, Unidad Editorial.




lunes, 26 de febrero de 2018

Juan Soto Ivars



¿Por qué detestamos las palomas callejeras?




      Unas horas antes de que el camión arramblase contra las personas que estaban disfrutando de la noche de paz y fiesta en Niza yo estaba preguntándome por qué tanta gente odia las palomas callejeras.
      Son sucias, las palomas: muñones en las patas, costumbre de despiojarse en la mesa de la terraza donde estamos comiendo, y además lo cagan todo. Pero hay pocos animales salvajes que nos soporten a nosotros y quieran vivir en nuestras ciudades y hozar en nuestra basura. Las detestamos pero se quedan por aquí, luego debemos de gustarles. Quizás sea porque convertimos a sus depredadores naturales en cojines castrados y les hacemos fotos humillantes y hemos erradicado la fiereza que asustaba a las palomas.
      Yo creo que las odiaba un poco por contagio: era divertido hacerlo y era fácil ponerse de acuerdo con otros para odiar a las palomas callejeras. La imaginación encontraba motivos de sobra, los chistes sobre palomas callejeras son accesibles, todo el mundo ha sufrido alguna vez bajo los proyectiles apestosos que lanzan desde los cables de la luz y desde las ramas y las cornisas de las ventanas.
      Me convertí en un ilustre odiador de las palomas callejeras. Cuando las veía por la calle las perseguía y trataba de patearlas. Cuando se acercaba una, la ahuyentaba a gritos y la insultaba. Mis compañeros se partían de risa. Perseguíamos juntos a las sucias y malolientes palomas.
      Lo hacíamos con impunidad, es raro que salga alguien en su defensa. Ayer por la tarde, en un parque de Girona, estábamos tomando los cafés después de la comida y dejé que las palomas del parque se acercaran a por las migajas. Pensé en patearlas ahora que estaban confiadas, pero entonces descubrí que son muy torpes y muy estúpidas: si dejas una miga grande junto a una rejilla de alcantarillado, se acercará una paloma hambrienta y al picar la miga perderá la mayor parte por la rejilla.
      Estudié cómo se comportaban las unas con las otras. En el bordillo del parque, un palomo grande se hinchó persiguiendo a una hembra. A simple vista parecía feo y sucio y le faltaban dos falanges de un dedo en la pata derecha, pero la paloma acabó fijándose en él y dejó que se le pusiera delante. El palomo abrió el pico y la paloma buscó dentro de su boca la comida que el palomo regurgitaba para ella. La hembra estuvo comiendo de su pico un rato, y luego se quedó mansa, y el palomo se le subió encima para aparearse. Por un momento, las plumas grises del cuello del palomo brillaron con un destello verde y violeta.
      Después, la hembra siguió picoteando con indiferencia las migajas que encontraba por el suelo. El macho se fue para el borde del estanque y se quedó allí, saciado frente a las aguas.
      Andrea tiene un detector de palomas moribundas. A veces vamos por la calle y de pronto da un respingo y señala algo en el suelo. Es una paloma que se ha colocado junto a la pared, hecha un ovillo, con la cabeza metida entre las plumas despeinadas. Mira con resentimiento a su alrededor, se está muriendo. Ya no emprende el vuelo cuando alguien viene pisando demasiado cerca. Permanecerá ahí hasta que le dé el siroco. Más tarde la veremos aplastada y destripada. Ya casi no hay gatos que vengan a comérselas.
      ¿Qué pasaría si yo fuera por ahí diciendo que ahora me gustan las palomas? La gente me diría que son las ratas del aire; es muy difícil luchar contra los tópicos y las ideas que quieren explicarlo todo con cuatro palabras. El odio cuesta menos que el aprecio. Es difícil detenerse a observar las cosas a las que nos hemos acostumbrado.
      Pasa lo mismo en ciertos barrios de la ciudad, en ciertas secciones del periódico. Pero un día Noé soltó una paloma desde la claraboya del Arca porque quería saber si el diluvio había remitido y era posible dirigirse a tierra seca. El pájaro volvió con una rama de olivo en el pico.








Juan Soto Ivars. "Un abuelo rojo y otro abuelo facha". 2016, Círculo de Tiza.


viernes, 23 de febrero de 2018

Horacio




<<Carpe diem>>

No pretendas saber, pues no está permitido,
el fin que a mí y a ti, Leucónoe,
nos tienen asignados los dioses,
ni consultes los números babilónicos.
Mejor será aceptar lo que venga
ya sean muchos los inviernos que Júpites
te conceda, o sea éste el último,
el que ahora hace que el mar Tirreno
rompa contra los opuestos cantiles.
No seas loca, filtra tus vinos
y adapta al breve espacio de tu vida
una esperanza larga.
Mientras hablamos, huye el tiempo envidioso.
Vive el día de hoy. Captúralo.
No fíes del incierto mañana.





A Delio

Acuérdate de conservar una mente tranquila
en la adversidad, y en la buena fortuna
abstente de una alegría ostentosa,
Delio, pues tienes que morir,
y ello aunque hayas vivido triste en todo momento
o aunque, tumbado en retirada hierba,
los días de fiesta, hayas disfrutado
de las mejores cosechas de Falerno.
¿Por qué al enorme pino y al plateado álamo
le gusta unir la hospitalaria sombra
de sus ramas? ¿Por qué la linfa fugitiva
se esfuerza en deslizarse por sinuoso arroyo?
Manda traer aquí vinos, perfumes y rosas
esas flores tan efímeras, mientras
tus bienes y tu edad y los negros hilos
de las tres Hermanas te lo permitan.
Te irás del soto que compraste, y de la casa,
y de la quinta que baña el rojo Tíber;
te irás, y un heredero poseerá
las riquezas que amontonaste.
Que seas rico y descenciente del venerable
Ínaco nada importa, o que vivas
a la intemperie, pobre y de ínfimo linaje:
serás víctima de Orco inmisericorde.
Todos terminaremos en el mismo lugar.
La urna da vueltas para todos.
Más tarde o más temprano ha del salir
la suerte que nos embarcará
rumbo al eterno exilio.




A Póstumo

¡Ay, ay, Póstumo, Póstumo
fugaces se deslizan los años
y la piedad no detendrá
las arrugas, ni la inminente vejez,
ni la indómita muerte!
No, amigo, ni aunque inmolases cada día
trescientos toros al inexorable Plutón,
el que retiene al tres veces enorme
Gerión y a Ticio en las tristes aguas
que habremos de surcar todos cuántos
nos alimentamos de los frutos de la tierra,
seamos reyes o pobres campesinos.
Vano será que nos abstengamos
den cruento Marte y de las rotas
olas del ronco Adriático;
vano que en los otoños hurtemos
los cuerpos al dañino Austro.
Hemos de ver el negro Cocito
que vaga con corriente lánguida,
y la infante raza de Dánao,
y al eólida Sísifo, condenado
a eterno tormento.
Habremos de dejar tierra y casa
y dulce esposa; y de todos estos
árboles que cultivas ninguno,
salvo los odiosos cipreses,
te seguirá a ti, su dueño efímero;
y un sucesor más digno que tú
consumirá el cécubo que guardaste
con cien llaves y teñirá
las losas con el soberbio vino,
el mejor en las cenas de los pontífeces.






A Baco

¿Adónde, Baco, me arrebatas, lleno de ti?
¿A qué bosques, a qué cavernas
soy arrastrado velozmente por una mente nueva?
¿En qué antro seré oído
meditando introducir la gloria eterna
del egregio César en los astros y en la asamblea
de Júpiter? Cantaré lo insigne, lo nuevo,
lo que ninguna boca ha cantado.
No de otro modo que la insomne bacante
se queda atónita mirando desde la cumbre el Hebro,
la Tracia blanca por la nieve
y el Ródope hollado por pie bárbaro:
así a mí me complace, extraviado,
admirar las riberas y los bosques desiertos.
¡Oh señor poderoso de las náyades
y de las bacantes capaces de derribar
los elevados fresnos con las manos!
Nada pequeño, ni en tono humilde,
nada mortal celebraré. Dulce peligro
es, oh Leneo, seguir al dios que ciñe sus sienes
con verde pámpano.




El don de la Musa

A aquel a quien miraste, Melpómene, al nacer,
con ojos apacibles no lo ensalzará púgil
el esfuerzo en el Istmo, ni un fogoso caballo
lo conducirá vencedor en carro de Acaya,
ni la guerra, caudillo adornado con hojas
de Delos, lo presentará al Capitolio
por haber aplastado hinchadas jactancias de reyes;
antes bien, las aguas que bañan la fértil Tíbur
y las tupidas cabelleras de los bosques
lo harán célebre en el canto eolio.
El pueblo de Roma, la primera de las ciudades,
juzga digno situarme entre los coros amables de sus poetas,
y ya me muerde menos el envidioso diente.
¡Oh Piéride, que templas el dulce ruido de mi lira de oro!
¡Oh tú, que, si quisieras, darías la armonía del cisne
a los peces mudos! Todo es regalo tuyo,
si me señala el dedo de los que pasan
como cultivador de la romana cítara.
Mi inspiración y mi buena fama, si es que la tengo,
son sólo tuyas.



ANTOLOGÍA DE LA POESÍA LATINA. 2004, Alianza Editorial.





martes, 20 de febrero de 2018

Ángelo Néstore




Monstruo


Deseo levantar sospechas,
que los hombres me griten en la calle,
quiero pasear por centros comerciales, parques públicos
y que madres como mi madre levanten y bajen la mirada
y luego, mientras preparan la cena para sus hijos,
les asalte brevemente el recuerdo de una nueva de
                                                                          hombres.





Los pelícanos mueren de hambre por ceguera

A la pescadera Muriel


Los pelícanos mueren de hambre por ceguera.
A tal velocidad sumergen el pico en el agua
para alimentar a sus crías
que el ojo se va dañando hasta que se quedan ciegos y mueren.

En un supermercado
una mujer empuja con dificultad el carro de la compra,
se detiene ante el mostrador de la pescadería,
se coloca sus gafas progresivas.

Intuyo su afán de vida
cuando le dice a la pescadera
medio kilo de lubinas para las niñas
y veo en ella la velocidad del ave que abre las alas,
cae en picado
los ojos sangrando
y guarda en su bolsa la lubina.

Un pelícano con gafas progresivas,
una señora con un pescado entre los dientes
son todas las madres que no soy y que me observan,
que extraen conclusiones sottovoce,
que miran con cierta desazón
la aridez deforme de mi boca estéril.






El prospecto

Usted no puede dar a luz.
Ahora. Ni nunca.
Hágase a la idea.
Usted no puede dar a luz. ¿Acaso no leyó el prospecto?
Le recomiendo que no vuelva a escribir sobre el tema,
podría acabar en depresión.
Considere la opción de un animal doméstico.
Póngale nombre, hágale fotos, súbalas a las redes sociales,
verá cómo crecen los me gusta en las publicaciones,
cómo decenas de amigos le alivian su dolor.
No lo olvide: la ciencia es exacta, nunca engaña.
Pero anímese, usted es muy valiente, yo le admiro,
su elección sexual es un acto de resistencia.
Se llora por los muertos, no por los que no han nacido.
No tiene usted motivos para estar triste.






Ángelo Néstore. "Actos impuros". 2017, Hiperión.



viernes, 16 de febrero de 2018

Sergi Pàmies




EFECTOS SECUNDARIOS




      En la terraza de un edificio de la calle principal de una ciudad donde siempre hace calor, un hombre espera a una mujer. Ha preparado un escenario íntimo: dos bombillas de color rojo y una música que va de la más cálida rumba tropical a clásicas sonatas de hace tres o cuatro siglos. Ha puesto la mesa cuidadosamente y ha llamado a su hermana para saber si el tenedor debe ir a la derecha y el cuchillo a la izquierda, o viceversa.

      Ella sale de la bañera. Se seca delante del espejo. Piensa que tiene unos pechos bien proporcionados, mucho más turgentes que los de sus amigas. Se peina echando la melena a uno y otro lado. Inclina la cabeza: se gusta. Hace días que ha decidido ponerse una blusa negra y la minifalda blanca. Para esta ocasión, también ha elegido unos pendientes africanos en forma de luna. Se ha pintado ligeramente los ojos. Los labios, no.

      Respecto a la cena, no se ha complicado la vida. Ha comprado platos preparados que sólo hay que calentar antes de servir, y un vino blanco, de cosecha normal, para no tener que hablar de él. Ha cambiado las sábanas, por si acaso, y se ha lavado los dientes dos veces. Como es de temperamento impaciente, ha paseado por la casa mirando el reloj cada tres minutos, repitiéndose que las mujeres nunca son puntuales.

      Baja con el ascensor hasta el aparcamiento. El portero le mira las piernas descaradamente. Arranca el coche y, derrapando, sale a la avenida. Conecta la radio. Por el paseo, bordea la playa y esquiva manadas de bañistas congestionados y embrutecidos por tantas horas de sol. Gira a la derecha, se detiene delante de un semáforo y enfila la calle principal. Aparca delante de un descapotable donde una pareja descarga un colchón de agua.

      Cuando abre la puerta tiene que hacer un esfuerzo sobrehumano para mirarla fijamente a los ojos y no bajar la vista. Se besan en la mejilla. Excitado, descubre que no lleva sostenes. Le pregunta si quiere tomar algo y ella contesta: <<Un whisky.>> Saca los cubitos del congelador y comprueba, de nuevo, si los vasos están limpios. Echa tres dedos de Johnny Walker y una pastilla verde y redonda que se disuelve rápidamente.

      Para su gusto, él se ha perfumado demasiado. La casa también apesta a diferentes ambientadores. Acepta el whisky mientras comenta las ventajas de vivir en un piso céntrico. Le acompaña a la terraza. Se entusiasma con la vista. Reconoce los letreros de neón, los rascacielos, las chimeneas, y se admira todavía más cuando ve la mesa puesta, el candelabro y las bombillas rojas.

      El piensa que, por ahora, la cosa funciona. Ella no ha notado el sabor de la pastilla. Se le acerca y le pregunta por el trabajo. Mientras ella contesta, no la escucha, la mira. Los ojos son dos almendras abiertas con un corazón de canica de cristal, brillante y oscuro. Los labios, anchos como gajos de naranja, separan las palabras con un tono de voz plácido, perfecto. Le recuerda a una actriz, pero no sabe cuál.

      Se sientan. Debajo de la mesa, ella se saca el zapato y se frota el tobillo con un pie. El va a la cocina y regresa con el primer plato y un descorchador. Prueban en vino pero no hacen ningún comentario. Ella mastica y procura, en todo momento, no abrir demasiado la boca. Mientras tanto, escucha que él le recomienda comprarse un horno eléctrico. Dice que son más pequeños, más limpios y menos peligrosos.

      El habla todo el rato. Salta nerviosamente de un tema a otro. No sabe si lo que dice es o no una tontería. La pastilla no tardará en hacerle efecto, pero decide ponerle otra en la copa de vino. No sabe cómo hacerlo sin que ella se dé cuenta, pero piensa que ya encontrará la manera. Para hacer tiempo, se sirve más vino.

      Sopla una brisa suave que apaga las velas, pero ella tiene calor. Podría ser el efecto del vino, aunque no es normal que dos copas la afecten tanto. Separa las piernas y se quita el otro zapato. El contacto del pie con la baldosa le refresca momentáneamente la sangre. Le mira. No es un hombre vulgar, piensa. Tiene una cara interesante, dura, que contrasta con una mirada ingenua, casi infantil.

      Cuando se levanta para ir a buscar el segundo plato, vuelca la copa de ella, adrede. La rompe. Ella quiere ayudarle a recoger los trozos de cristal, pero él se niega. En la cocina coge otra copa, le quita el polvo, la llena de vino, echa la pastilla y espera a que se disuelva. Después, saca la carne del horno, la huele y la deja sobre la bandeja.

      El calor no cede. La blusa se le pega a la espalda. Siente una vibración en la nuca. Se acerca el tenedor a los labios. La carne se le funde en la boca como un terrón de azúcar. El ha vuelto a encender las velas. Ella mira fijamente cómo una gota de cera cambia de forma y se escurre por el candelabro. Debajo de la mesa, tropieza con la pierna de él, pero no la separa. Ríen y se burlan del marido de una amiga común.

      Corta el melón. Con el cuchillo, separa las semillas. Dice que esa fruta le gusta mucho porque nunca sabe si será buena o no. Sonríe. Hace rato que la pierna de ella le frota la rodilla, pero disimula. Se levanta para preparar el café y lo aprovecha para aumentar el volumen de la música. Suena una canción cubana que habla de un hombre que se emborracha no para olvidar, sino para recordar.

      Mientras prepara el café, ella pasea por la terraza. Se ha cansado de estar sentada. Cierra los ojos y respira profundamente, como para contener la fiebre que le escuece en las mejillas. Descalza, se acerca a la ventana de la cocina. El ha encendido el fuego y vigila la cafetera. Parece contento. Silba, da pasos de baile y salta de una baldosa a otra. Además de interesante, es divertido, piensa.

      La lengua de ella es como una esponja lenta, suave y ancha. Le limpia los dientes y los labios. Le pinta el paladar como si fuera una cúpula. Le lame la barbilla y le muerde las clavículas. Le baja por el pecho. El la coge por la cabeza, Se detiene donde se detiene y cierra los ojos cuando ha de cerrar los ojos. No grita, no dice nada, no se mueve. Se vacía lentamente, hasta la última gota, como una jeringuilla.

      Duda. No sabe si levantarse y escupir o bien tragarse el líquido. Respira por la nariz. No puede mover la cabeza porque él la agarra del pelo con fuerza controlada. Suda. Mientras lame, se desabrocha la blusa. No se lo traga, se lo bebe. Nota el gusto agridulce, la densidad, la sorpresa, como si acabara de probar, por vez primera, una bebida misteriosa, exótica y deliciosa a la vez.

      Piensa que la cama hace ruido. Que parece mentira que los fabricantes no prevean esas cosas. Al mismo tiempo, acaricia los pechos, el cuello y la boca de la chica. El efecto de la pastilla ha sido fulgurante. No se lo esperaba. No le ha dejado servir el café. Le ha saltado a la bragueta, le ha bajado los pantalones y ahora, y por atrás, la penetra lentamente.

      No quiere que se pare, ni que la saque, ni tampoco que se duerma. Quiere estallar, cambiar de piel, abrirse, romperse, si es necesario. Se mueve. El cuerpo no le pesa, al contrario. Una conga de escalofríos le atraviesa la médula: traca de orgasmos. Pirotecnia. Festival. Abre la boca y cada grito resuena por la escalera, como una alarma.

      No puede más. Si cierra los ojos, se marea. Si los abre, se asusta. El esfuerzo le obliga a respirar como si fuera un asmático. No le queda ni sudor. Cuando baja la cabeza, para reposar unos segundos, ella le tira del cabello. Vuelta a empezar. Las piernas se le doblan. Ella no se da cuenta, pero hace rato que él sólo siente unos inmensos deseos de escapar.

      Debajo del ombligo, nota un pinchazo creciente que la distrae, durante una décima de segundo, de un placer probablemente irrepetible. Sabe que está en el límite; que, más allá, la cosa se complica; que si continúa, el corazón le estallará como una olla a presión. Sigue, no obstante sin dudar, orgullosa de haber descubierto le parece la distancia más corta entre dos puntos.

      Con dificultad, consigue cambiar de postura. Como la cama está a punto de romperse, procura controlar los movimientos de ella, pero es imposible. Cuando no es un brazo que golpea la cabecera, son las rodillas que agujerean el colchón. Del placer de hace un momento, ha pasado a un estado de franca preocupación, pese a que, sorprendentemente, sigue empalmado.

      El ritmo es trepidante. Para no perderse dentro de la espiral de calor que le taladra las entrañas, le clava las uñas en la nuca mientras grita algo semejante a: <<¡Aaaggrrrpffaaa!>> Espasmos. Debajo de los pechos (mucho más turgentes que los de sus amigas) el motor se ahoga, la máquina falla. A partir de aquí, todo es inercia y un descenso lento, sin obstáculos.

      Piensa: <<Ahora me acuerdo, se parece a Rachel Ward.>> Es un poco más delgada pero tiene la misma mirada cálida. Le gustaría decírselo, pero no puede. De entrada, la voz se le resquebraja y la piel se le endurece, rápidamente. Entre las piernas, hay un momento de silencio. Se abrazan y, tanto el uno como el otro, mueren sin darse cuenta.








Sergi Pàmies. “Infección”. 1988, Anagrama.




domingo, 11 de febrero de 2018

Andrés de la Orden





Muerte de agosto


Cumplimos el shiv´ah
esos siete días reglamentarios
ante el luto riguroso
de las cabañuelas y el turismo
indeseado.

La mar nos devolvió letras resabiadas, flores
no-muertas.

Hicimos el shiv´ah mientras omitiamos la palabra
"coño", y el Golem sesgó
los pernos judios de la demónica
Praga.
Yahvé era un cordero.
No se hizo esperar su
matarife.





Oncológica


Devastas,
predominas, detrás de las vidrieras
de las médulas enfermas, cautivas
las sedosas monsergas y presos
mis consabidos
resabios.
La verbena de la noche ya no me pertenece, y arrastro
tu olor a flujo de salamanquesa hendida por
nuestra siempre fláccida
derrota.
No pienses que cedí a tus derivas, yo aún
puedo
capear tu anhelo, liberto
del tóxico vicio del semen que lucha
al otro lado de mi locura y de tu boca,
emproar mi naufragio
hacia esos mis mapas de países helados,
imposibles
sin ti.




Andrés de la Orden. Surada Poética 2017.




sábado, 3 de febrero de 2018

Paul Auster




      Yo tenía ocho años. En aquel momento de mi vida nada me importaba más que el béisbol. Mi equipo era el New York Giants, y seguía las actividades de aquellos hombres de gorra naranja y negro con la devoción de un verdadero creyente. Incluso ahora, al recordar ese equipo que ya no existe, que jugaba en un estadio que ya no existe, soy capaz de recitar los nombres de casi todos los jugadores. Alvin Dark, Whitey Lockman, Don Mueller, Johnny Antonnelli, Monte Irvin, Hoyt Wilhelm. Pero ninguno era tan grande, tan perfecto ni tan digno de veneración como Willie Mays, el incandescente Say-Hey Kid.
      Aquella primavera me llevaron a mi primer partido de liga. Unos amigos de mi padre tenían asientos de tribuna en el Polo Grounds, y una noche de abril fui con mis padres y sus amigos a ver a los Giants contra los Milwakee Braves. No sé quién ganó, no recuerdo un solo detalle del partido, pero sí recuerdo que, cuando acabó, mis padres y sus amigos se quedaron charlando en sus asientos hasta que todos los espectadores se hubieron marchado. Se nos hizo tan tarde que tuvimos que cruzar el campo y salir por una de las puertas centrales, que era la única que estaba abierta. Y dio la casualidad de que esa salida estaba justo debajo de los vestuarios de los jugadores.
      En el momento en que nos acercábamos a la puerta, atisbé a Willie Mays. No había duda alguna que era él. Se trataba de Willie Mays en persona, ya sin el uniforme del equipo, vestido con ropa de calle a menos de tres metros de mí. Conseguí que mis piernas me llevaran hacia él, y a continuación, haciendo acopio de todo mi valor, hice que las palabras me salieran de la boca:
      ―Señor Mays le dije, ¿podría firmarme un autógrafo?
      Mays debía de tener unos veinticuatro años, pero fui incapaz de llamarle por su nombre de pila.
      Su respuesta a mi pregunta fue brusca pero amigable.
      ―Claro, chaval dijo. ¿Tienes un lápiz?
      Recuerdo que estaba tan lleno de vida, hasta tal punto rebosaba juventud y energía, que no dejaba de dar saltitos mientras hablaba.
      Pero yo no llevaba lápiz, de modo que le pedí a mi padre si podía prestarme el suyo. Él tampoco llevaba. Ni mi madre. Y resultó que los demás adultos tampoco.
      El gran Willie Mays seguía allí, mirándome en silencio. Cuando quedó claro que no había nadie en el grupo que llevara nada con lo que escribir, se volvió hacia mí y se encogió de hombros.
      ―Lo siento, chaval dijo. Si no tienes lápiz, no puedo firmarte un autógrafo.
      Y salió del estadio perdiéndose en la noche.
      No quería llorar, pero las lágrimas empezaron a caerme por las mejillas, y no pude hacer nada para impedirlo. Y lo peor que seguí llorando en el coche hasta que llegamos a casa. Sí, estaba abatido, decepcionado, pero también irritado conmigo mismo por no ser capaz de controlar las lágrimas. No era ningún crío. Tenía ocho años, y se suponía que un muchacho de esa edad no debía llorar por algo así. No sólo no tenía el autógrafo de Willie Mays, sino que tampoco tenía nada más. La vida me había puesto a prueba, y yo no había sabido dar la talla.
      Después de aquella noche, comencé a llevar un lápiz conmigo allí donde iba. Adquirí la costumbre de no salir de casa sin antes asegurarme de que llevaba un lápiz en el bolsillo. No es que planeara hacer nada con él, pero no quería que me pillaran otra vez desprevenido. En una ocasión ya me habían pillado con las manos vacías, y no iba a permitir que eso volviera a pasarme.
      Cuando menos, los años me han enseñado esto: si llevas un lápiz en el bolsillo, hay bastantes posibilidades de que algún día te sientas tentado a utilizarlo.
      Como me gusta decirles a mis hijos, así es como me hice escritor.








Paul Auster. "Experimentos con la verdad". 2000, Anagrama.