Frente al silencio.

Frente al silencio.

viernes, 28 de diciembre de 2018

Julio Llamazares




7. El frío



      Hay recuerdos, como fotografías, que, cuando los revelamos en la cubeta de la memoria esa cubeta mágica y secreta que todos ocultamos en el cuarto de atrás de nuestras vidas, aparecen movidos o velados parcialmente. Son los recuerdos que preceden al olvido. Vemos su imagen, queremos reproducir el tiempo al que pertenecen, o su lugar concreto, o lo que para nosotros supusieron en su día, pero, por alguna razón, por más que lo intentamos, no podemos conseguirlo. Por eso nos producen una gran melancolía.
      Entre cada recuerdo como entre cada fotografía, quedan siempre unas zonas en sombra bajo las que se nos ocultan trozos de nuestra propia vida; trozos de vida que a veces tan importantes, o tan significativos, como los que recordamos o como los que viviremos todavía. Son esos cortes en negro que sustituyen en las películas a los fotogramas rotos o quemados por las máquinas y que hacen que cada vez sea más complicado poder seguirlas. Al final, cuando se repiten mucho, terminan por hacer el relato incomprensible.
      Recuerdo aún algunas películas, en aquel cine de Olleros, que, de tan viejas y tan cortadas, era imposible ya saber de qué trataban o cuáles eran sus títulos. Las enviaban en lotes junto con las más recientes o las vendían de saldo a los cines de pueblo para que las explotaran mientras pudieran o las utilizaran para empalmar las nuevas cuando éstas, con el uso, se rompían. La mayoría eran de la época muda. Algunas de ellas recuerdo haberlas visto varias veces cuando, por circunstancias (la nieve, normalmente, en invierno, o un retraso imprevisto en el envío), la película anunciada no llegaba y tenían que sustituirla, sin conseguir enterarme de nada y, en bastantes ocasiones, sin saber si faltaban si faltaban más metros de cinta de los que nos ofrecían. Pero a mí eso, entonces, no me importaba. Ni siquiera me importaba que, como más de una vez pasó, el señor Mundo se confundiese (cosa lógica teniendo en cuenta el estado de las películas) y nos la proyectase con el orden de los rollos confundido. Habituado como estaba a inventar las de los mayores mirando las carteleras de la vitrina, incluso me gustaba no poderlas entender porque ello me permitía inventar una distinta cada vez aunque la que proyectaran fuera la misma. Pero ahora no es igual.. Ahora es mi propia película la que estoy viendo, iluminada por mi memoria y animada por las voces que se quedaron grabadas en estas fotografías, y los cortes en negro que descubro entre ellas me desazonan tanto como la dificultad que siento para darle movimiento a algunas de las que existen. Es lo que me pasó antes con la del puente, que de repente se convirtió ella misma en un abismo, y es lo que me pasa ahora con esta otra en la que aparezco solo, caminando por la carretera con el rostro cubierto por un pasamontañas y las manos hundidas en los bolsos del abrigo.
      La miro y no me recuerdo nada, absolutamente anda salvo el frío. Aquel frío feroz, afilado y terrible, a veces blando de nieve y otras negro por el polvo de la mina, que se adueñaba de Olleros cuando llegaba el invierno y que se respira aún, como un aliento lejano, en esta fotografía. Seguramente me la hicieron un domingo. Lo digo por los zapatos, que están muy limpios pese a la nieve y el barro que se ven en las cunetas, y por ese abrigo azul negro en la fotografía que me hizo la modista de Cistierna, una mujer contrahecha, o tullida, o paralítica (ya no lo recuerdo bien, pero sé que algo tenía), y que posiblemente estrené ese día. O, si no, ¿por qué esta foto que, por no recordar ya nada, ni siquiera me recuerda su motivo?
      A lo mejor no lo tuvo nunca. Hay fotos, como recuerdos, que nacen fortuitamente, sin justificación alguna, y que por eso, precisamente, nos acompañan toda la vida. Son como esos perros perdidos que nos persiguen a todas partes porque un día les dimos de comer y de los que no conseguimos desembarazarnos porque no conocemos ni su nombre ni su origen. El nombre de ésta es el frío; pero su origen lo desconozco igual que también ignoro de dónde llega la luz que se filtra entre la nieve y la ilumina. Es una luz irreal, planetaria, casi pura, como la de las postales viejas o los cuadros de Hopper, que invade toda la foto y la llena de dulzura. Es la luz azul del frío, aquella luz sideral que se adueñaba de Olleros cuando llegaba el invierno y se extendía sobre la nieve como una segunda capa cuando helaba por las noches o cuando, tras las montañas, salía la luna. Todavía me da frío. Al revés que la anterior, que me hablaba de un verano lleno de sol y nostalgia, o que la de mi familia en la cocina (en la que aún puedo sentir el rescoldo amoratado de la estufa), ésta me trae el recuerdo de aquellos días de invierno de mis once y doce años, cuando para ir a Sabero, que era donde o estudiaba, pues había comenzado el bachiller, me levantaba temprano y, por esa carretera, andaba los tres kilómetros que tenía desde Olleros, muchas veces con la nieve a la cintura. Aún me veo como en una pesadilla: caminando de lado para buscar el lado amable del viento y siguiendo muchas veces las huellas de los mineros o las de mis compañeros que habían pasado antes, el camino se me hacía interminable y, pese al pasamontañas y los guantes, las orejas se me llenaban de sabañones y las manos se me hinchaban con el frío. Por eso, a veces, lo hacía corriendo, sin importarme el frío del viento ni los copos que me daban en la cara y se me colaban entre la ropa como si fueran cuchillas, o, cuando nevaba mucho, me levantaba antes antes del amanecer y esperaba el autobús que recogía a los hombres que trabajaban en la oficina. Evitaba así bajar andando, pero, a cambio, tenía luego que esperar más de una hora dando vueltas por la nave de la antigua fundición, que ahora era una catedral vacía, o en la panadería que había instalada en uno de sus hornos primitivos. Cuando el colegio abría sus puertas, y, sobre todo, cuando llegaba a casa de nuevo (en diciembre y en enero, ya de noche), el frío me había calado tan hondamente que ni la estufa podía quitármelo por más que a esa hora estuviera siempre con el hierro de la chapa al rojo vivo.
      Uno de aquellos días, recuerdo, fue cuando murió Celino. Lo encontró el cura de Olleros en el portal de la iglesia, que era uno de sus sitios preferidos, envuelto entre varias mantas y completamente rígido. Al parecer había muerto de frío. Celino estuvo un día en el hospital (el pequeño hospitalillo de la mina), donde le hicieron la autopsia y donde yo lo vi por última vez a través de una ventana que daba a la carretera y de donde lo sacaron para enterrarlo, seguramente con las postales de las actrices que Celino tanto amaba escondidas todavía en los bolsos del abrigo. Celino era un tipo duro. Tenía el baile de San Vito, enfermedad que le condenaba a mover el cuerpo constantemente, y la cabeza torcida, pero nunca se arredró antes los inviernos ni le tuvo ningún miedo a los caminos. Ese valor, que yo tanto admiré en él por más que me diera miedo encontrarlo a solas, sobre todo por la noche, es el que yo recordaba cuando bajaba a Sabero para animarme a mí mismo y es el que intento imitar en esta fotografía: el abrigo calado, la mirada fija, el pasamontañas puesto y esa manera de andar y de mirar a la cámara como si, a pesar de mi corta edad, ni la eternidad ni el frío me asustaran lo más mínimo. Pero es inútil. Por más que la foto mienta y yo continúe fingiendo un valor que no tenía, el frío de aquellos años quedó tan impreso en ella como la música en la del baile o el sonido de la lluvia en la del cine. No importa que la película esté ya rota ni que los cortes en negro la arrastren hacia el olvido. Basta una fotografía, un fotograma perdido, para que la memoria se ponga en marcha y me llene el corazón esa pantalla vacía de imágenes congeladas y de recuerdos que son como perros perdidos.





Julio Llamazares. “Escenas de cine mudo”. 1994, Seix Barral.




martes, 18 de diciembre de 2018

Isabel María Hernández Robles




Litio


Dicen que la verdad siempre entristece,
no saben que muchas veces,
la verdad da paz al sentimiento.
Yo quiero pensar como el que respira,
y ser, de vez en cuando, infeliz
por natural.
Sé que el día muere
y me alegro
porque lo sé por lo mismo que sé
que cuando dices que quieres morir
no es tu voluntad sino tu cuerpo.




De su muro de Facebook. 2018.




lunes, 10 de diciembre de 2018

Edgar Allan Poe




Capítulo 1


Me llamo Arthur Gordon Pym. Mi padre era un acreditado comerciante en los almacenes navales de Nantucket, lugar donde nací. Mi abuelo materno fue un abogado de múltiple actividad. Tenía suerte en todo, y había especulado muy favorablemente con acciones del Edgarton New Bank como se le llamaba antes. Gracias a estos y otros medios llegó a reunir una apreciable fortuna. Creo que me quería más que a nadie en el mundo, y esperaba yo heredar la mayor parte de sus bienes. Cuando cumplí seis años me envió a la escuela del anciano Mr. Ricketts, caballero a quien faltaba un brazo y que se caracterizaba por sus excéntricos modales; casi todos los que han visitado New Bedford han de recordarlo bien. Permanecí en su escuela hasta los dieciséis años, en que la abandoné para entrar en la academia de Mr. E. Ronald, situada en la colina. No tardé en llegar a ser íntimo amigo del hijo de Mr. Barnard, capitán de la marina mercante que, por lo regular, navegaba por cuenta de Lloyd y Vredenburgh. Mr. Barnard es asimismo bien conocido en New Bedford, y estoy seguro de que tiene muchos amigos en Edgarton. Su hijo se llamaba Augustus y era casi dos años mayor que yo. Había hecho un viaje con su padre en el John Donaldson para pescar ballenas, y me hablaba continuamente de sus aventuras en el Pacífico meridional. Con frecuencia iba yo a su casa, donde pasaba el día y a veces la noche. Dormíamos en la misma cama, pero Augustus me mantenía despierto hasta casi el alba narrándome historias de los nativos de la isla de Tinián y de otros lugares que había visitado en el curso de sus viajes. Al final empecé a interesarme por lo que decía y poco a poco me entraron grandísimos deseos de hacerme a la mar. Poseía un bote de vela, llamado Ariel, que valdría unos setenta y cinco dólares. El bote contaba con un medio puente o tumbadillo y estaba aparejado como una balandra. No recuerdo su tonelaje, pero podía contener diez personas holgadamente. Teníamos la costumbre de embarcarnos en este bote y lanzarnos a las peores locuras imaginables; cuando pienso en ellas me maravilla profundamente estar vivo hoy en día.




Edgar Allan Poe. “Narración de Arthur Gordon Pym”. 2013, Alianza.



viernes, 7 de diciembre de 2018

Apsley Cherry-Garrard








      Aunque me resulta difícil encontrar la expresión adecuada para mostrar al lector que esta virginal tierra austral posee múltiples regalos que dilapidar entre quienes la cortejan, diré que el más importante de todos es el de la hermosura. Es posible que los más destacados sean después su esplendor e inmensidad, sus gigantescas montañas e ilimitados espacios, que sobrecogerán a los más indiferentes y aterrarán a los menos imaginativos de los mortales. Pero hay un regalo del que hace entrega con ambas manos, un regalo más prosaico aunque quizá más deseable. Se trata del sueño. No sé si les habrá ocurrido a otros, pero en mi caso no cabe duda de que cuanto más horribles eran las condiciones en que dormíamos, más tranquilizadores y maravillosos eran los sueños que nos visitaban. Algunos dormimos en medio de un infierno de oscuridad, vientos huracanados y nieve arremolinada, sin un techo sobre nuestra cabeza, sin una tienda que nos facilitara el camino de regreso, sin la menor posibilidad de volver a ver a nuestros amigos y sin comida que llevarnos a la boca. Lo único que teníamos era la nieve que se nos metía en los sacos de dormir, que podíamos beber día tras día y noche tras noche. No solo dormíamos profundamente la mayor parte de aquellos días y noches, sino que lo hicimos con una especie de placentera insensibilidad. Queríamos algo dulce para comer, preferiblemente melocotones en almíbar. Pues bien, esa es la clase de sueño que la Antártida le ofrece a uno en el peor de los casos o cuando falta poco para ello. Si realmente ocurre algo peor (o lo mejor) y la Muerte se le aparece a uno en la nieve, vendrá disfrazada de Sueño, y uno la recibirá como a un buen amigo más que como a un terrible enemigo. Tal es el trato que dispensa cuando uno llega al límite del peligro y la privación. Quizás ahora pueda el lector imaginar los profundos y saludables tragos de reposo que da en verano al explorador cuando, cansado tras una larga jornada arrastrando el trineo, y después de una buena cena caliente, se mete en su suave, seco y cálido saco de piel con la luz que se filtra por la tela de seda verde de la tienda, el entrañable olor del tabaco que flota en el ambiente y un único ruido: el que hacen los ponis que hay atados fuera mientras mastican su cena a la luz del sol.

***




      Inglaterra conoce a Scott como héroe, pero del hombre apenas sabe nada. Desde luego, era la persona que más llamaba la atención en nuestra comunidad, que ya era bastante interesante de por sí. Es más, no cabe duda de que su presencia se haría notar en cualquier grupo de seres humanos. Pero pocos de quienes le conocían se daban cuenta de lo tímido y reservado que era, lo cual contribuyó a que se expusiera con harta frecuencia a que lo malinterpretaran.
      Si a esto se añade que era sensible como una mujer y que su susceptibilidad podía llegar a resultar desmedida, se comprenderá que para un hombre de tales características ser jefe podía equivaler a un suplicio, y que la confianza tan necesaria entre un jefe y sus subordinados, que ha de basarse por necesidad en la fe y el conocimiento recíprocos, se volviera en sí mismo más difícil. Era preciso ser una persona comprensiva para darse cuenta rápidamente de cómo era Scott; los demás llegaron a conocerle gracias a la experiencia.
      No era un hombre muy fuerte físicamente; de niño fue debilucho, y llegaron a temer por su vida. Pero estaba bien proporcionado, era ancho de espaldas y recio de pecho, más fuerte que Wilson y menos que Bowers o el marinero Evans. Padecía de indigestiones, y en la cima del glaciar Beardmore me dijo que durante la primera parte del ascenso había pensado que no conseguiría llegar.
      Era de temperamento débil, y fácilmente podría haber sido un autócrata irritable. En realidad sufría cambios de humor y depresiones que podían durarle semanas, de las cuales hay abundantes testimonios en su diario. Las personas nerviosas acaban las cosas que empiezan, pero a veces lo pasan fatal mientras las hacen. Scott lloraba con más facilidad que ningún hombre de los que he conocido.
      Lo que le salvaba era el carácter: estaba hecho de una fibra excelente que recorría su débil persona por dentro y por fuera y le permitía mantenerse entero. Sería estúpido decir que poseía todas las virtudes: tenía poco sentido del humor, por ejemplo, y no sabía juzgar a los hombres; pero basta con leer una sola de las páginas que escribió durante sus últimos días para percibir su sentido de la justicia. Para él la justicia era Dios. En realidad, creo que el lector hará bien en leer todas esas páginas; y si ya las ha leído en una ocasión, es probable que vuelva a leerlas. No le hará falta mucha imaginación para comprobar qué clase de hombre era.
      A pesar de las enormes depresiones que le atenazaban, se daba en él la combinación más impresionante de fortaleza de ánimo y fuerza física que yo haya conocido nunca. ¡Y ello se debía precisamente a lo débil que era! Aunque por naturaleza fuera picajoso, irritable, nervioso, taciturno y propenso al abatimiento, en la práctica tenía tanto afán de superación como vitalidad, empuje y determinación, y además poseía encanto y magnetismo personal. Era por naturaleza un hombre holgazán; él mismo ha dejado constancia de ello. Fue pobre en su día, y le aterraba dejar en apuros a quienes dependían de él. El lector encontrará abundantes pruebas de todo esto en sus últimas cartas y comunicados.
      Scott pasará a la historia como el inglés que conquistó el polo Sur y que murió de la forma más honorable que pueda imaginar. Cosechó muchos triunfos, pero no cabe duda de que el más importante de todos fue el conseguir vencer su debilidad y convertirse en un jefe fuerte al que empezamos obedeciendo y acabamos queriendo.

***



      Diario de Scott.

      Jueves, 29 de marzo. Desde el día 21 hemos tenido un vendaval del oestesuroeste que no ha dejado de soplar en ningún momento. El 20 nos quedaba combustible para preparar dos tazas de té para cada uno y la comida justa para dos días. No ha habido día en que no hayamos intentado salir en dirección a nuestro depósito, que se encuentra a 11 millas, pero fuera de la tienda lo único que se ve es un remolino de nieve. Creo que ya no podemos esperar que mejore la situación de ninguna manera. Aguantaremos hasta el final, pero estamos cada vez más débiles, por supuesto, y ya no debe de quedarnos mucho.
      Me parece una lástima, pero creo que no puedo seguir escribiendo

R. SCOTT

      Ultima anotación: Dios mío, por lo que más quieras, cuida de nuestra gente.

***

      A continuación un par de fragmentos de las cartas escritas por Scott y halladas junto a su diario.

      Nos encontramos en una situación desesperada, con los pies congelados, etc. No hay combustible, y la comida nos queda muy lejos, pero te reconfortaría estar en nuestra tienda, oír nuestras canciones y nuestra animada conversación acerca de lo que haremos cuando lleguemos a la punta de la Cabaña.
      Más tarde. Tenemos las horas contadas, pero ni hemos perdido el ánimo ni vamos a perderlo. Llevamos cuatro días dentro de la tienda a causa de la tormenta, y no queda nada de comida ni de combustible. Nuestra intención era quitarnos la vida si las cosas se ponían así, pero hemos decidido morir de forma natural cuando corresponda.

***



      Si hubiéramos vivido, habría podido contar una historia acerca de la resolución, la entereza y el coraje de mis compañeros que habría conmovido el corazón de todos y cada uno de los ingleses. Tendrán que ser estas improvisadas notas y nuestros cadáveres los que la cuenten, pero estoy completamente seguro de que un país grande y rico como el nuestro se ocupará de que quienes dependen de nosotros tengan su bienestar debidamente asegurado.

R.SCOTT



Apsley Cherry-Garrard. “El peor viaje del mundo (La expedición de Scott al polo Sur)”. 2017, Biblioteca Grandes Viajeros.


sábado, 1 de diciembre de 2018

Adelaida García Morales





El Sur

¿Qué podemos amar que no sea una sombra?
Hölderlin



      Mañana, en cuanto amanezca, iré a visitar tu tumba, papá. Me han dicho que la hierba crece salvaje entre sus grietas y que jamás lucen flores frescas sobre ella. Nadie te visita. Mamá se marchó a su tierra y tú no tenías amigos. Decían que eras tan raro... Pero a mí nunca me extrañó. Pensaba entonces que tú eras un mago y que los magos eran siempre grandes solitarios. Quizás por eso elegiste aquella casa, a dos kilómetros de la ciudad, perdida en el campo, sin vecino alguno. Era muy grande para nosotros, aunque así podía venir tía Delia, tu hermana, a pasar temporadas. Tú no la querías mucho: yo, en cambio, la adoraba. También teníamos sitio para Agustina, la criada, y para Josefa, a quien tú odiabas. Aún puedo verla cuando llegó a casa, vestida de negro, con una falda muy larga, hasta los tobillos, y aquel velo negro que cubría sus cabellos rizados. No era vieja, pero se diría que pretendía parecerlo. Tú te negaste a que viviera en casa. Mamá dijo: <<Es una santa.>> Pero eso a ti no te conmovía, no creías en esas cosas. <<Está sufriendo tanto...>>, dijo después. Su marido, alcoholizado, le pegaba para obligarla a prostituirse. Tampoco esa desgracia logro emocionarte. Pero ella se fue quedando un día y otro, y tú no te atreviste a echarla. Y años más tarde fue ella la que incitó a mamá para que rompiera todas las fotografías tuyas que había por la casa, a pesar de que acababas de morir. Pero yo no las necesito para evocar tu imagen con precisión. Y no sabes qué terrible puede ser ahora, en el silencio de esta noche, la representación nítida de un rostro que ya no existe. Me parece que aún te veo animado por la vida y que suena el timbre de tu voz, apagada para siempre. Recuerdo tu cabello rubio y tus ojos azules que ahora, al traer a mi memoria aquella sonrisa tuya tan especial, se me aparecen como los ojos de un niño. Había en ti algo limpio y luminoso y, al mismo tiempo, un gesto de tristeza que con los años se fue tornando en una profunda amargura y en una dureza implacable.







Adelaida García Morales. “EL SUR seguido de BENE”. 1985, Anagrama