Fragmentos:
La
conocí en el festival al que me invitaron en Valizas. Duró de un
viernes a un lunes, el último fin de semana de enero. Vos te
quedaste con Maiko en lo de tu hermana, en el country. Fue divertido
el viaje porque había otros escritores. Todo el lugar era bastante
hippy, con cuartos de varias cuchetas y baños compartidos. El ciclo
de lecturas y mesas redondas fue una gran excusa para conocer gente,
caminar por los médanos, fumar, escuchar opiniones, teorías
disparatadas, reírse, meterse al mar, ponerse al día con los
chismes del mundito literario. Las lecturas fueron buenas, pero me
interesó más la periferia. Conocerlo a Gustavo Espinosa, por
ejemplo, tomar mate con él, hablar de “Las arañas de Marte>>...
Deambulábamos por ahí. El lugar estaba repleto de niños bien
jugando a ser mendigos por un mes. Rubios harapientos, rastafaris de
universidad privada, músicos a medias, artesanos temporarios,
malabaristas full time. Tenía su encanto el lugar, y uno podía
desplazarse entre guitarreadas, donde cantaban <<A redoblar,
muchachos, la esperanza>> o esa de Radiohead que dice <<You
are son fucking especial>>. Y había mateadas, círculos
canábicos, grupos tocando percusión. Algunos hacían todo eso
junto. Mucha barba rala, crenchas, peinados salitrosos de una impasse
de semanas con el champú, chicas con melenas y actitudes primitivas
y grandes ojos verdes, sorprendentes, vestidas con una mezcla de
buzos de gimnasia y telas étnicas, onda Bali, Bombay, alusiones
budistas, africanismos sobreactuados, carpas desparramadas entre las
dunas, campamentos, la cumbre del estilo homeless chic. La marihuana
en seguida me hizo sentir parte. Un cuarentón flotando entre los
veinteañeros.
***
Cuando
se escribe, creo, es difícil convencer al lector de que una persona
es atractiva. Uno puede decir que una mujer es hermosa, que un hombre
es guapo, pero ¿dónde está la chispa deslumbrante, en la mirada
del narrador, en la obsesión? ¿Cómo mostrar con palabras la exacta
conjunción de rasgos de una cara que provocan esa locura sostenida
en el tiempo? ¿Y la actitud? ¿Y la mirada? Solo puedo decir que
ella tenía una nariz uruguaya. No sé cómo explicarlo mejor. Esas
narices de la Banda Oriental, bien llevadas, como una leve comba, un
puente alto, como la erre de su nombre, el desafío etarra de su
linaje vasco, en su nariz. Ni un grado más ni un grado menos de ese
ángulo, y ahí estaba la matemática secreta de su belleza. ¿Y los
ojazos verdes, y su boca de besos constante? Sí, sumaban a lo sexy,
pero sin la altura de su napio bélico Guerra no hubiera sido Guerra.
***
¿Cuál
era mi destreza? ¿Combinar palabras ¿Armar frases elocuentes y
expresivas? ¿Qué sabía hacer yo al fin y al cabo? Cada vez que
gané guita en mi vida, ¿fue a cambio de qué? Juntar palabras en
una hoja no me había dado mucha plata. Enseñar, un poco más,
quizá. Mis clases en la facultad, mis cursos de redacción, mis
talleres. El truco de los talleres era no intervenir demasiado,
contagiar entusiasmo literario, dejar que la gente se equivoque y se
dé cuenta sola, alentar, guiar, dejar que el grupo se mueva por su
cuenta, que cada uno encuentre eso que está buscando y se conozca
mejor. Algo así. Por eso me pagaban en instituciones y
universidades. Pero ahora era distinto, ahora me estaban dando plata
para que me sentara a escribir. Les quedaba debiendo. Y la deuda era
algo invisible que estaba oculto en mi cerebro. Un sucesión de
imágenes relatadas que debían salir de mi imaginación. Aquello con
lo que yo tenía que pagar no existía, no estaba en ningún lado.
Había que inventarlo. Mi moneda de cambio eran una serie de
conexiones neuronales que irían produciendo un sueño diurno,
verbal. ¿Y si no funcionaba esa máquina narrativa?
***
Esto
se acaba. Se termina mi crónica de ese martes. La última cuadra la
hice entre gemidos y resoplidos. Lo que quedaba de mí llegó a la
puerta del edificio. Justo salía la vecina del décimo, la que
bajaba con su caniche a las reuniones de consorcio. Entré, subí en
el ascensor. Mi facha en el espejo era de espanto. No era el mismo
que había bajado esa mañana en ese ascensor. Palidez mortal, los
ojos hundidos, el pelo revuelto, la ropa arrugada, fuera de escuadra,
asimétrico, encorvado, sucio, apaleado, culposo y lleno de
kilómetros. Y con la música para mi hijo en la mano. Habían pasado
diecisiete horas. Las cosas que había vivido esa mañana ―la
felicidad en el ómnibus, por ejemplo―
parecían haber sucedido hacía mucho tiempo. Había sido un día
largo. ¿Cómo habría sido el tuyo, desde la mañana cuando nos
despedimos hasta ahora? ¿Y el de Guerra? ¿Y el de su novio César?
¿Y el de Mr. Cuco? Ojalá la muerte sea saberlo todo. Por el momento
no queda más remedio que imaginar. Si yo pudiera contar el día
exacto de ese perro con todos sus detalles, olores, sonidos,
intuiciones, idas y vueltas, entonces sería un gran novelista. Pero
no tengo tanta imaginación. Escribo sobre lo que me pasa.
***
Pedro
Mairal. “La uruguaya”. 2017, Libros del Asteroide.
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