Frente al silencio.

Frente al silencio.

jueves, 21 de febrero de 2019

Manuel Altolaguirre




Fragmentos:



Mi afición por la imprenta data desde muy niño. Apenas si tenía yo cinco años, cuando escribí mis primeros versos. Felicitaba con ellos a mi madre por el día de su santo. Recordar aquella infantil aleluya, todavía me produce rubor por lo torpe y sin gracia que era. Sin embargo, Catalina, la cocinera de mi casa, encontró que mis versos eran preciosos y cortando la hoja del cuaderno de mis primeras letras, se lo llevó a su hijo que era impresor. Antonio Chávez me dio a la mañana siguiente una sorpresa. Encontré a los pies de mi cama, enrollada como si fuera un diploma, una cartulina estampada en diversos colores. En el centro de una orla donde figuraban nenúfares, mariposas y estrellas, estaban impresos mis versos con letras de oro.

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Otro surrealista que renunció a la tendencia política revolucionaria fue el pintor Salvador Dalí. Recientemente unos amigos suyos catalanes refugiados políticos en México solicitaron de Dalí una colaboración para una revista que tenían en proyecto. La contestación de Dalí llegó en una tarjeta postal. Escribió: <<No quiero nada con los vencidos. Salvador Dalí>>.
      El autor de esa frase fue íntimo amigo de Federico en la Residencia de Estudiantes, donde le conocí esforzándose en adquirir una técnica de dibujo a la que debe hoy en día su fama. Era un muchacho de extraordinaria timidez. Capaz, por lo mismo, de los mayores atrevimientos. Recibió inspiración para su primera época de Federico García Lorca y de Luis Buñuel. Dalí puso su técnica al servicio de estos dos soñadores y más tarde colaboró con Buñuel en dos películas: en El perro andaluz y en La edad de oro.

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NOTICIA SOBRE
MIGUEL HERNÁNDEZ
(1939)


Su vida completa, desde su niñez campesina de Orihuela hasta su fallecimiento, desprende como el mar o como el río nubes para las lluvias del hombre, sudario para ocultar su muerte. Ningún poeta como él tan rodeado de exaltación, fomentada desde su prodigiosa niñez, allá en su pueblo, por el entusiasmo de su vijo amigo, un canónigo, el que le diera sus primeras lecturas (Calderón, Cervantes, Lope), el que recibiera sus primeros versos.
      En Orihuela se le murió otro amigo, Ramón Sijé; con él publicó una revista católica El Gallo Crisis, impopular y culta; amigo que le dejó al morir su obra, larga, ambiciosa, repetidora de Zubiri, de Ortega, de Bergamín, de Ors. Con aquellos manuscritos, por fidelidad amistosa, vino a mi imprenta, pero yo preferí publicarle sus versos El Rayo que no cesa, colección de sonetos admirables. En Madrid trabajaba con José María de Cossío en una Enciclopedia del toreo que iba a publicar Espasa-Calpe. Su oficina estaba cerca de mi casa, y al terminar su trabajo venía a verme, entrando por la ventana abierta; tenía facilidad para subirse a los árboles, cosa que hacía cuando paseábamos por alguna alameda.
      Giménez Caballero le publicó en La Gaceta Literaria sus primeros versos, y Bergamín, en Cruz y Raya, su auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve. También colaboró en varios números de la Revista de Occidente. No es cierto, pues, que fuera un poeta desconocido antes de la guerra, sino, por el contrario, a pesar de su juventud, ya había pasado por diferenctes modos de sentir y pensar. Los poetas que Miguel Hernández más quería y admiraba eran Pablo Neruda y Vicente Aleixandre.
      Dije antes que vivía rodeado de exaltación. Era llama de amor viva. Su fuego, su esperanza, su heroísmo, crecieron con la guerra. Fue valiente y apasionado hasta perder la memoria. Su muerte es la mayor cobardía de esta guerra. Ojalá pudiéramos ser los poetas tan terribles.

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El poeta no se da nunca exacta cuenta de cuando deja de ser joven para convertirse en un superviviente. Encerrado o formando parte de un anillo literario, cuando éste se deshace, de repente se encuentra flotando a la deriva o arribando a la playa de una isla desierta, y en cualquiera de las dos angustiosas soledades percibe que no es la edad la que concede ilusiones y bríos a su pluma, sino las circunstancias internas y externas de su vida. Por eso la juventud a la que me refiero es aquélla que depende de un estado del ánimo.

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      La muerte de Federico García Lorca nos ha hecho pensar mucho, no nos deja tranquilos. De Vicente Aleixandre, el otro amigo íntimo, recojo estas palabras:

      Yo le he visto en las noches más altas, de pronto, asomado a unas barandas misteriosas, cuando la Luna correspondía con él y le plateaba su rostro; y he sentido que sus brazos se apoyan en el aire, pero sus raíces se hundían en el tiempo, en los siglos, en la raíz remotísima de la tierra hispánica, hasta no sé dónde, en busca de esta sabiduría profunda que llameaba en sus ojos, que quemaba en sus labios, que encandecía su ceño inspirado. No, no era un niño entonces. ¡Qué viejo, qué viejo, qué <<antiguo>>; qué fabuloso y mítico! Que no parezca irreverencia: sólo algún viejo cantaor de flamenco, sólo alguna vieja bailaora, hechos ya estatuas de piedra, podrían serle comparados. Sólo una remota montaña andaluza sin edad entrevista en un fondo nocturno, podría entonces hermanársele...
      En Federico, que pasaba mágicamente por la vida, al parecer sin apoyarse; que iba y venía ante la vista de sus amigos con algo de genio alado que dispensa gracias, hace feliz un momento con su presencia y escapa en seguida como la luz, que él se llevaba efectivamente; en Federico se veía sobre todo al poderoso encantador, disipador de tristezas, hechicero de la alegría, conjurador del gozo de la vida, dueño de las sombras, a las que él desterraba con su presencia. Pero yo gusto a veces de evocar a solas otro Federico, una imagen suya que no todos han visto: al noble Federico de la tristeza, al hombre de soledad y pasión que en el vértigo de su vida de triunfo difícilmente podría adivinarse. He hablado antes de esa nocturna testa suya, macerada por la Luna, ya casi amarilla de piedra, petrificada como un dolor antiguo. <<¿Qué te duele, hijo?>>, parecía preguntarle la Luna. <<Me duele la tierra, la tierra y los hombres, la carne y el alma humana, la mía y la de los demás que son uno conmigo>>...
      El poeta es el ser que acaso carece de límites corporales. Su silencio repentino y largo tenía algo de silencio de río, y en la alta hora, oscuro como un río ancho, se le sentía fluir, fluir, pasándole por su cuerpo y sus almas sangres, remembranzas, dolor, latidos de otros corazones y otros seres que eran él mismo en aquel instante, como el río es todas las aguas que le dan cuerpo pero no límite. La hora muda de Federico era la hora del poeta, hora de soledad, pero de soledad generosa, porque es cuando el poeta siente que es la expresión de todos los hombres.





Manuel Altolaguirre. "El caballo griego". 2010, Diario Público.




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