A
través de los cristales de la puerta del departamento y de la
ventana del pasillo, el cinemático paisaje era una superficie en la
que no penetraba la mirada; la velocidad hacía simple perspectiva de
la hondura. Los amarillos de las tierras paniegas, los grises del
gredal y el almagre de los campos lineados por el verdor acuoso de
las viñas se sucedían monótonos como un traqueteo.
En
la siestona tarde de verano, los viajeros apenas intercambiaban
desganadamente suspensivos retazos de frases. Daba el sol en la
ventanilla del departamento y estaba bajada la cortina de hule.
El
son de la marcha desmenuzaba y aglutinaba el tiempo; era un reloj y
una salmodia. Los viajeros se contemplaban mutuamente sin curiosidad
y el cansino aburrimiento del viaje les ausentaba de su casual
relación. Sus movimientos eran casi impúdicamente familiares, pero
en ellos había hermetismo y lejanía.
Cuando
fue disminuyendo la velocidad del tren, la joven sentada junto a la
ventanilla, en el sentido de la marcha, se levantó y alisó su falda
y ajustó su faja con un rápido movimiento de las manos,
balanceándose, y después se atusó el pelo de recién despertada,
alborotado, mate y espartoso.
―¿Qué
estación es ésta, tía? ―preguntó.
Uno
de los tres hombres del departamento le respondió antes que la mujer
sentada frente a ella tuviera tiempo de contestar.
―¿Hay
cantina?
―No,
señorita. En la próxima.
La
joven hizo un mohín, que podía ser de disgusto o simplemente un
reflejo de coquetería, porque inmediatamente sonrió al hombre que
le había informado. La mujer mayor desaprobó la sonrisa llevándose
la mano derecha a su roja, casi cárdena pechuga, y su papada se
redondeó al mismo tiempo que sus labios se afinaban y entornaba los
párpados de largas y pegoteadas pestañas.
―¿Tiene
usted sed? ¿Quiere beber un traguillo de vino? ―preguntó
el hombre.
―Te
sofocará ―dijo
la mujer mayor ―y
no te quitará la sed.
―¡Quiá!,
señora. El vino, a pocos, es bueno.
El
hombre descolgó su bota del portamaletas y se la ofreció a la
joven.
―Tenga
cuidado de no mancharse ―advirtió.
La
mujer mayor revolvió en su bolso y sacó un pañuelo grande como una
servilleta.
―Ponte
esto ―ordenó―.
Puedes echar a perder el vestido. Los tres hombres del departamento
contemplaron a la muchacha bebiendo. Los tres sonreían pícara y
bobamente; los tres tenían sus manos grandes de campesinos posadas,
mineral e insolidariamente, sobre las rodillas. Su expectación era
teatral, como si de pronto fuera a ocurrir algo previsto como muy
gracioso. Pero nada sucedió y la joven se enjugó una gota que le
corría por la barbilla a punto de precipitarse ladera abajo de su
garganta hacia las lindes del verano, marcadas en su pecho por una
pálida cenefa ribeteando el escote y contrastando con el tono tabaco
de la piel soleada.
Se
disponían los hombres a beber con respeto y ceremonia, cuando el
traqueteo del tren se hizo más violento y los calderones de las
melodías de la marcha más amplios. El dueño de la bota la sostuvo
cuidadosamente, como si en ella hubiera vida animal, y la apretó con
delicadeza, cariciosamente.
―Ya
estamos ―dijo.
―¿Cuánto
para aquí? ―preguntó
la mujer mayor.
―Bajarán
mercancía y no se sabe. La parada es de tres minutos.
―¡Qué
calor! ―se
quejó la mujer mayor, dándose aire con una revista cinematográfica
―¡Qué
calor y qué asientos! Del tren a la cama...
―Antes
era peor ―explicó
el hombre sentado junto a la puerta―.
Antes, los asientos eran de madera y se revenía el pintado. Antes
echaba uno hasta la capital cuatro horas largas, si no traía
retraso. Antes, igual no encontraba usted asiento y tenía que ir en
el pasillo con los cestos. Ya han cambiado las cosas, gracias a Dios.
Y en la guerra... En la guerra tenía que haber visto usted este
tren. A cada legua le daban el parón y todo el mundo abajo. En la
guerra...
Se
quedó un instante suspenso. Sonaron los frenos del tren y fue como
un encontronazo.
―¡Vaya
calor! ―dijo
la mujer mayor.
―Ahora
se puede beber ―afirmó
el hombre de la bota.
―Traiga
usted ―dijo,
suave y rogativamente, el que había hablado de la guerra―.
Hay que quitarse el hollín. ¿No quiere usted, señora? ―ofreció
a la mujer mayor.
―No,
gracias. No estoy acostumbrada.
―A
esto se acostumbra uno pronto.
La
mujer mayor frunció el entrecejo y se dirigió en un susurro a la
joven; el susurro coloquial tenía un punto de menosprecio para los
hombres del departamento al establecer aquella marginal intimidad.
Los hombres se habían pasado la bota, habían bebido juntos y se
habían vinculado momentáneamente. Hablaban de cómo venía el campo
y en sus palabras se traslucía la esperanza. La mujer mayor volvió
a darse aire con la revista cinematográfica.
―Ya
te lo dije que deberíamos haber traído un poco de fruta ―dijo
a la joven―
Mira que insistió la Encarna; pero tú, con tus manías...
―En
la próxima hay cantina, tía.
―Ya
lo he oído.
La
pintura de los labios de la mujer mayor se había apagado y extendido
fuera del perfil de la boca. Sus brazos no cubrían la ancha mancha
de sudor axilar, aureolada del destinte de la blusa.
La
joven levantó la cortina de hule. El edificio de la estación era
viejo y tenía un abandono triste y cuartelero. En su sucia fachada
nacía, como un borbotón de colores, una ventana florida de macetas
y de botes con plantas. De los aleros del pardo tejado colgaba un
encaje de madera ceniciento, roto y flecoso. A un lado estaban los
retretes, y al otro un tingladillo, que servía para almacenar las
mercancías. El jefe de estación se paseaba por el andén; dominaba
y tutelaba como un gallo, y su quepis rojo era una cresta irritada
entre las gorras, las boinas y los pañuelos negros.
El
pueblo estaba retirado de la estación a cuatrocientos o quinientos
metros. El pueblo era un sarro que manchaba la tierra y se extendía
destartalado hasta el leve henchimiento de una colina. La torre de la
iglesia ―una
ruina erguida, una desesperada permanencia―
amenazaba al cielo con su muñón. El camino calcinado, vacío y como
inútil hasta el confín de azogue, atropaba las soledades de los
campos.
Los
ocupantes del departamento volvieron las cabezas. Forcejeaba,
jadeante, un hombre en la puerta. El jadeo se intensificó. Dos de
los hombres del departamento le ayudaron a pasar la cesta y la maleta
de cartón atada con una cuerda. El hombre se apoyó en el marco y
contempló a los viajeros. Tenía una mirada lenta, reflexiva,
rastreadora. Sus ojos, húmedos y negros como limacos, llegaron hasta
su cesta y su maleta, colocadas en la redecilla del portamaletas, y
descendieron a los rostros y a la espera, antes de que hablara. Luego
se quitó la gorrilla y sacudió con la mano desocupada su blusa.
―Salud
les dé Dios ―dijo,
e hizo una pausa―.
Ya no está uno con la edad para andar en viajes.
Pidió
permiso para acercarse a la ventanilla y todos encogieron las
piernas. La mujer mayor suspiró protestativamente y al acomodarse se
estiró buchona.
―Perdone
la señora.
Bajo
la ventanilla, en el andén, estaba una anciana acurrucada, en
desazonada atención. Su rostro era apenas un confuso burilado de
arrugas que borroneaba las facciones, unos ojos punzantes y unas
aleteadoras manos descarnadas.
―¡María!
―gritó
el hombre―.
Ya está todo en su lugar.
―Siéntate,
Juan, siéntate ―la
mujer voló una mano hasta la frente para arreglarse el pañuelo,
para palpar el sudor del sofoco, para domesticar un pensamiento―.
Siéntate, hombre.
―No
va a salir todavía.
―No
te conviene estar de pie.
―Aún
puedo. Tú eres la que debías... ―Cuando
se vaya...
―En
cuanto llegue iré a ver a don Cándido. Si mañana me dan plaza,
mejor.
―Que
haga lo posible. Dile todo, no dejes de decírselo.
―Bueno,
mujer.
―Siéntate,
Juan.
―Falta
que descarguen. Cuando veas al hijo de Manuel le dices que le diga a
su padre que estoy en la ciudad. No le cuentes por qué.
―Ya
se enterará.
―Cuídate
mucho, María. Come.
―No
te preocupes. Ahora, siéntate. Escríbeme con lo que te digan. Ya me
leerán la carta...
Lo
haré, lo haré. Ya verás cómo todo saldrá bien...
―El
hombre y la mujer se miraron en silencio. La mujer se cubrió el
rostro con las manos.. Pitó la locomotora. Sonó la campana de la
estación. El ruido de los frenos al aflojarse pareció extender el
tren, desperezarlo antes de emprender la marcha.
―¡No
llores, María! ―gritó
el hombre―.
Todo saldrá bien.
―Siéntate,
Juan, ―dijo
la mujer confundida por sus lágrimas.―Siéntate,
Juan ―y
en los quiebros de su voz había ternura, amor, miedo y soledad.
El
tren se puso en marcha. Las manos de la mujer revolotearon en la
despedida. Las arrugas y el llanto habían terminado de borrar las
facciones.
―Adiós,
María.
Las
manos de la mujer respondían al adiós y todo lo demás era
reconcentrado silencio. El hombre se volvió. El tren rebasó e1
tinglado del almacén y entró en los campos.
―Siéntese
aquí, abuelo ―dijo
el hombre de la bota, levantándose.
La
mujer mayor estiró las piernas. La joven bajó la cortina de hule.
El hombre que había hablado de la guerra sacó una petaca oscura,
grande, hinchada y suave como una ubre.
―Tome
usted, abuelo. La mujer mayor se abanicó de nuevo con la revista
cinematográfica y preguntó con inseguridad.
―¿Las
cosechas son buenas este año?
El
hombre que no había hablado a las mujeres, que solamente había
participado de la invitación al vino y de las hablas del campo, miró
fijamente al anciano, y su mirada era solidaria y amiga. La joven
decidió los prólogos de la intimidad compartida.
―¿Va
usted a que le operen?
Entonces
el anciano bebió de la bota, aceptó el tabaco y comenzó a contar.
Sus palabras acompañaban a los campos.
―La
enfermedad..., la labor..., la tierra..., la falta de dinero...; la
enfermedad:.., la labor , la tierra...; la enfermedad..., la
labor...; la enfermedad...
La primera vez, la primera vez que María
y yo nos separamos...
Sus
años se sucedían monótonos como un traqueteo.
Ignacio
Aldecoa. "Cuentos". 1995, Cátedra.
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