Frente al silencio.

Frente al silencio.

martes, 1 de octubre de 2019

Miguel Ángel Hernández



Fragmentos:



      ―Hace veinte años, una Nochebuena, mi mejor amigo mató a su hermana y se tiró por un barranco.

***

      
      Y ahora, cuando por primera vez en mucho tiempo yo había concebido la posibilidad de mirar hacia atrás, Juan Alberto se cruzaba en mi camino. ¿Qué probabilidades había de que eso sucediera aquella precisa tarde? Nunca he creído demasiado en las señales del destino, pero confieso que, mientras contemplaba su coche perderse en la distancia, pasó por mi cabeza la idea ingenua de que alguien o algo lo había puesto delante de mí justo ese día.
Creo que fue en ese momento cuando me convencí de que tenía que escribir ese libro. Y también ese instantes comencé a tomar conciencia de lo que significaría hacerlo, de las heridas que reabriría, del daño que podría causar.
      Hoy, tiempo después, cuando este libro ha comenzado a escribirse y ya no hay vuelta atrás, pienso que si el azar hizo que me encontrase aquel día con Juan Alberto, no fue para convencerme de que esta era la historia que tenía que contar, sino todo lo contrarios: disuadirme, para advertirme de que hay aguas que es mejor no remover, lugares en los que es mejor no entrar, que no todas las historias tienen que ser contadas, que escribiendo no siempre se gana, que a veces también naufragamos ante el dolor de los demás.

***


      Si realmente existieran los viajes en el tiempo, si uno pudiera viajar al pasado, o abrir una ventana por donde verlo todo, supongo que la sensación se parecería mucho a lo que to experimenté esa noche. Porque eso era lo que realmente había sucedido allí: había viajado al pasado y me había visto a mí mismo. Y la observación del pasado transforma el presente. Viajar en el tiempo siempre modifica las cosas. Mi visión de aquellas imágenes había removido algo en mi interior. Algo que aún no sabía muy bien lo que era pero que, por un momento, me hizo experimentar el presente con cierta distancia. Todas las certidumbres de mi mundo se vinieron abajo ante la incertidumbre de mi yo pasado. La culpa, la inquietud, la inseguridad..., todo se apoderó de mí. Yo, que todo lo sabía, que había logrado un entorno confortable donde todo estaba hecho a mi medida, de repente perdí pie. Mi yo de aquel tiempo jamás entendería aquello en lo que me había convertido. ¿Estaba bien lo que pretendía hacer, lo que pretendía escribir? Esas preguntas me las había hecho en alguna ocasión, y aunque me habían obsesionado, nunca me habían llegado a producir ese desasosiego. Pero esa noche vinieron desde un tiempo diferente, se introdujeron en mi cuerpo y ya no supe cómo sacarlas de allí.

***


      Crucé la calle que dividía el cementerio y comencé a bajar hacia la tumba de mi amigo, esperando que ya no hubiese nadie frente a ella. Sin embargo, al llegar a la altura del panteón, observé que sus hermanos seguían allí. Ya era tarde para cambiar de dirección. Y aunque pasé de largo, no pude evitar que me vieran. El menor apenas ladeó la mirada. El mayor sí que me saludó moviendo ligeramente la cabeza. Yo también le hice un gesto con la mía. Y en ese momento todo se me vino abajo. El malestar que había experimentado un año y medio antes, cuando nuestras miradas se cruzaron el día de la romería de la Virgen de la Huerta, regresó con una fuerza inusitada. ¿Qué era lo que estaba haciendo? Allí estaba la familia de mi amigo, ajena a lo que yo escribía, concentrada en un dolor privado que mi libro podría resquebrajar. ¿Cómo me sentiría yo si alguien escribiera sobre mis padres? ¿Hasta qué punto nos pertenecen las vidas de los demás? ¿Quiénes son, en realidad, los demás? ¿Los amigos? ¿La familia? ¿Qué derechos tenemos sobre ellos y sobre su memoria?

***




      Al entrar en el bar, Leo saludó a un chico con el pelo largo al que yo no conocía y estuvo unos minutos hablando con él. Al rato, lo acompañó hasta donde yo estaba y me lo presentó.
      ―¿Te acuerdas que te dije que conocía a alguien que podría echarte una mano con el expediente judicial? Pues aquí lo tienes: Vicente.
      Lo saludé. Me llamó la atención su melena canosa sobre los hombros y su camiseta de Iron Maiden, descolorida y algo raída por los puños. Tenía pinta de cualquier cosa menos de funcionario de Justicia. Había coincidido con Leo en los juzgados de Cartagena, pero hacía tiempo que se habían perdido la pista. También conocía a muchos de los escritores del grupo y me sorprendí cuando dijo que había leído mis novelas.
      ―Es un friki de la literatura dijo Leo. Lo raro es que no os hubieseis conocido antes.
      ―¿También escribes? le pregunté.
      ―No, tío, yo soy un Bartleby. Eso os lo dejo a vosotros. Pero leer... es mi enfermedad. El heavy y la literatura. Satán y Vila-Matas.
      ―Satam Aliv(E) bromeé.
      ―Ahí te he visto bien. Cómo se nota que eres de la secta.
      ―Tal para cual dijo Leo. Os dejo solos.

***


      ¿Podemos recordar con cariño a quien ha cometido el peor de los crímenes? ¿Es legítimo hacerlo después de haber comprendido la parte del otro? ¿Podemos amar sin perdonar? ¿Es posible llevar flores a la tumba de un asesino?
Nunca he sabido qué contestar. El vacío, la zona de sombra, no deja espacio a las palabras; tampoco al pensamiento. Esa mañana, sin embargo, el lenguaje no fue necesario. Miré el ramo de claveles a los pies del panteón y la realidad me ofreció la respuesta.



Miguel Ángel Hernández. "El dolor de los demás". 2018, Anagrama.

No hay comentarios: