Frente al silencio.

Frente al silencio.

jueves, 24 de octubre de 2019

Karl Ove Knausgard




Fragmentos:


      La vida es sencilla para el corazón: late mientras puede. Luego se para. Antes o después, algún día ese movimiento martilleante se para por sí mismo y la sangre empieza a correr hacia el punto más bajo del cuerpo, donde se concentra en una pequeña hoya, visible desde fuera como una zona oscura y blanda en la piel cada vez más blanca, a la vez que la temperatura baja, los miembros se endurecen y el intestino se vacía. Los cambios de las primeras horas ocurren tan lentamente y se realizan con tanta seguridad que recuerdan algo ritual, como si la vida capitulara según determinadas reglas, una especie de gentlemen´s agreement por el que se rigen también los representantes de lo muerto, ya que siempre esperan a que la vida se haya retirado para iniciar la invasión del nuevo paisaje. Entonces, en cambio, es irrevocable. Nada puede ya detener a las enormes colonias de bacterias que empiezan a expandirse por el interior del cuerpo. Si lo hubieran intentado tan solo unas horas antes, se habrían encontrado con una gran resistencia, pero ahora todo está quieto en torno a ellas, y penetran cada vez más en lo húmedo y lo oscuro. Alcanzan los canales de Havers, las criptas de Lieberkühn, las islas de Langerhans. Alcanzan la cápsula de Bowman en los riñones, la columna de Clarke en la médula espinal, la sustancia negra del mesencéfalo. Y alcanzan el corazón.

***


      Lo único que no envejece de la cara son los ojos. Son igual de claros el día que nacemos que el día que morimos. Es cierto que sus venas pueden reventar y las retinas se vuelven más mates, pero su luz no cambia nunca. Hay un cuadro que me acerco a ver cada vez que voy a Londres y que me conmueve con la misma fuerza cada vez. Es el autorretrato del Rembrandt tardío. Los cuadros del Rembrandt tardío suelen caracterizarse por una rudeza casi inaudita, en la que todo está subordinado a la expresión de ese determinado momento, como resplandeciente y sagrado, hasta ahora algo inigualado en el arte, con la posible excepción de lo que Hölderlin logra en sus poemas tardíos, por muy incomparable que suene, porque donde la luz de Hölderlin conjurada en el lenguaje es etérea y celestial, la luz de Rembrandt es conjurada con el color: el de la tierra, el del metal y el de la materia: pero este cuadro, que se encuentra en la National Gallery, está pintado de un modo algo más cercano al clasicismo realista, más cerca de la expresión del joven Rembrandt. Pero lo que representa es al viejo Rembrandt. A la vejez. Todos los detalles del rostro son visibles, todas las huellas de la vida están estampadas en él, se dejan seguir. La cara tiene surcos, arrugas, bolsas, está ajada por el tiempo. Pero los ojos son claros, y aunque no son jóvenes, al menos parecen fuera de ese tiempo que por lo demás caracteriza su cara.

***



      Yo tenía casi treinta años cuando vi un cuerpo muerto por primera vez. Fue en el verano de 1998, ua tarde del mes de julio, en una capilla de Kristiansand. Había muerto mi padre. Yacía sobre una mesa en medio de la sala. El cielo estaba nublado, la luz dentro era grisácea, en el césped fuera de la ventana se movía lentamente un cortacésped. Yo estaba con mi hermano. El agente de la funeraria había salido para dejarnos a solas con el muerto, del que nos encontrábamos a unos metros de distancia, mirándolo fijamente. Tenía los ojos y la boca cerrados, la parte de arriba de su cuerpo estaba vestida con una camisa blanca, la de abajo con un pantalón negro. Me estremecí al pensar que por primera vez sería capaz de escrutar ese rostro sin impedimento alguno. Tenía la sensación de estar abusando de él. Al mismo tiempo sentía hambre, algo insaciable me exigía que mirase sin parar ese cuerpo muerto que unos días antes había sido mi padre. Estaba familiarizado con sus facciones, me había criado con esa cara, y aunque no la había visto con la misma frecuencia en los últimos años, apenas pasó una sola noche sin que soñara con ella. Estaba familiarizado con las facciones, pero no con la expresión que había adquirido. Un oscuro tono amarillento de la piel, además de la perdida de la elasticidad, contribuían a que la cara pareciera tallada en madera. Lo leñoso imposibilitaba cualquier sentimiento de cercanía. Ya no estaba viendo a un ser humano, sino algo que se parecía a un ser humano. Al mismo tiempo procedía de entre nosotros, y lo que había sido seguía dentro de mí como un velo sobre lo muerto.



Karl Ove Knausgard. “La muerte del padre (Mi lucha.I)”. 2012, Anagrama.

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