Frente al silencio.

Frente al silencio.

lunes, 5 de agosto de 2019

Julio Llamazares




Fragmentos:


Pronto llegó noviembre con su pálido aliento de lunas y hojas muertas. Los días fueron haciéndose más cortos cada vez y las interminables noches junto a la chimenea comenzaron a sumirnos poco a poco en un profundo tedio, en una pétrea y desolada indiferencia contra la que las palabras se deshacían como arena y en la que los recuerdos daban paso casi siempre a inmensas extensiones de sombra y de silencio. Antes, cuando aún estaban Julio y su familia (y, antes aún, cuando Tomás todavía no estaba muerto y sostenía tenazmente en solitario la vieja casa y la memoria de Gavín), nos reuníamos todos en una de las casas, junto a la chimenea, y, allí, durante las largas horas, mientras la nieve y la ventisca gemían en lo alto del tejado, pasábamos las noches del invierno contándonos historias y recordando personas y sucesos, casi de otro tiempo. El fuego, entonces, nos unía más que la amistad y que la sangre. Las palabras servían, como siempre, para ahuyentar el frío y la tristeza del invierno. Ahora, en cambio, a Sabina y a mí, el fuego y las palabras nos volvían más distantes, los recuerdos nos hacían cada vez más silenciosos y lejanos. Y, así, cuando llegó la nieve, la nieve estaba ya, desde hacía mucho tiempo, en nuestros propios corazones.

***



La soledad, es cierto, me ha obligado a enfrentarme cara a cara conmigo mismo. Pero, también, como respuesta, a construir sobre recuerdos las pesadas paredes del olvido. Nada produce a un hombre tanto miedo como otro hombre sobre todo si los dos son uno mismo y ésa era la única manera que tenía de sobrevivir entre tanta ruina y tanta muerte, la única posibilidad de soportar la soledad y el miedo a la locura. Recuerdo que, de niño, escuchaba a mi padre historias y sucesos de otro tiempo, veía a mis abuelos y a los viejos del pueblo sentados junto al fuego y el pensamiento de que ellos ya existían cuando yo ni siquiera había nacido me llenaba de angustia y me dolía. Entonces, sin que nadie lo supiera sentado en el escaño, en un rincón, seguramente ni siquiera me veían, escuchaba hasta dormirme sus relatos y adoptaba sus recuerdos como míos. Imaginaba los lugares y personas de que hablaban, les otorgaba los rostros que creía habrían tenido y, al igual que se dibuja y se da forma a la imagen de un deseo o de un pensamiento, construía de ese modo mi memoria con las suyas. Cuando murió Sabina, la soledad me obligó otra vez a hacer lo mismo. Como un río encharcado, de repente el curso de mi vida se había detenido y, ahora, ante mí, ya solo se extendía el inmenso paisaje desolado de la muerte y el otoño infinito donde habitan los hombres y los árboles sin sangre y la lluvia amarilla del olvido.

***



Conmigo dentro todavía de la casa y con la perra en el portal aullando tristemente, la muerte ya ha vendido a visitarme, de hecho, muchas veces. Vino cuando mi hija volvió una noche por sorpresa para ocupar la habitación que, desde el mismo día de su muerte, había permanecido cerrada con candado. Vino cuando Sabina resucitó una Nochevieja en aquel viejo retrato que las llamas consumieron lentamente y cuando estuvo aquí, velando mi agonía, mientras yo me consumía, devorado por la fiebre y la locura, entre estas sábanas. Y vino, para quedarse ya conmigo para siempre, la noche en que mi madre apareció de pronto en la cocina, después de tantos años enterrada.

***





El tiempo fluye siempre igual que fluye el río: melancólico y equívoco al principio, precipitándose a sí mismo a medida que los años van pasando. Como el río, se enreda entre las ovas tiernas y el musgo de la infancia. Como él, se despeña por los desfiladeros y los saltos que marcan el inicio de su aceleración. Hasta los veinte o treinta años, uno cree que el tiempo es un río infinito, una sustancia extraña que se alimenta a sí misma y nunca se consume. Pero llega un momento en que el hombre descubre la traición de los años. Llega siempre un momento el mío coincidió con la muerte de mi madre en el que, de repente, la juventud se acaba y el tiempo se deshiela como un montón de nieve atravesado por un rayo. A partir de ese instante, ya nada vuelve a ser igual que antes. A partir de ese instante, los días y los años empiezan a acortarse y el tiempo se convierte en un vapor efímero igual que el que la nieve desprende al derretirse que envuelve poco a poco el corazón, adormeciéndolo. Y, así, cuando queremos darnos cuenta, es tarde ya para intentar siquiera rebelarse.

***



Hoy tampoco ya recuerdo el tiempo que he pasado sin dormir. Días, meses, años quizá. Hay un momento de mi vida en el que los recuerdos y los días se confunden, un punto indefinido y misterioso en el que la memoria se deshace igual que el hielo y el tiempo se convierte en un paisaje inmóvil e imposible de aprehender. Quizá hayan pasado varios años desde entonces años que, en algún sitio, alguien se habrá ocupado, seguramente, de contar. O quizá no. Quizá esta que estoy viviendo es aún la misma noche que aquella en que entendí que yo ya estaba muerto y que, por eso, no podía ya dormir. Pero, en cualquiera de los casos, ¿qué puede importar ya? Si pasaron cien días, cien meses o cien años, ¿qué más da? Pasaron tan deprisa que apenas tuve tiempo de ver cómo se iban. Si es esta misma noche la que, por el contrario, se prolonga, oscura e interminable, desde aquel atardecer, ¿por qué evocar ahora un tiempo que no existe, un tiempo que es arena sobre mi corazón?



Julio Llamazares. “La lluvia amarilla”. 1997, Seix Barral.





2 comentarios:

Amapola Azzul dijo...

He disfrutado mucho con esta lectura.

Besos.

tsb dijo...

Me alegra, Amapola. Besos!