El
imitador de voces
El
imitador de voces, que ayer por la tarde fue huésped de la
Asociación de Cirujanos, se mostró dispuesto, después de su
representación en el Palais Pallavicini, al que lo había invitado
la Asociación de Cirujanos, a ir con nosotros al Hahlenberg, para
allí, donde tenemos una casa siempre abierta a todos los artistas,
exhibirnos también su arte, naturalmente a cambio de unos
honorarios. Rogamos al imitador de voces,que procedía de Oxford,
Inglaterra, pero había ido al colegio en Landshut y había sido en
otro tiempo armero en Berchtesgaden, que no se repitiera en el
Kahlenberg, sino que nos representara algo totalmente distinto de lo
de la Asociación de Cirujanos, es decir, que imitase en el
Kahlenberg voces totalmente distintas de las del Palais Pallavicini,
lo que nos prometió a nosotros, que habíamos estado entusiasmados
con el programa que presentó en el Palais Pallavicini. Realmente, el
imitador de voces nos imitó en el Kahlenberg voces totalmente
distintas, más o menos famosas, de las de la Asociación de
Cirujanos. Pudimos formular también deseos, que el imitador de voces
satisfizo con la mejor voluntad. Con todo, cuando le propusimos que,
para terminar, imitase su propia voz, nos dijo que eso no sabía
hacerlo.
Sin
alma
Mientras
en los hospitales los médicos se interesen solo por los cuerpos y no
por las almas, de las que, aparentemente, no saben casi nada,
tendremos que calificar a los hospitales no solo de establecimientos
de derecho público sino también de asesinato público, y a los
médicos de asesinos y compinches de ejecuciones. Cuando un, así
llamado, científico privado de Ottnang am Hausruck, que había sido
internado en el hospital de Vöcklabruck por una, así llamada,
peculiaridad, fue reconocido de pies a cabeza, preguntó, según
escribe en una carta a la revista médica Der Arzt: ¿y el alma? A lo
que el médico que había reconocido su cuerpo le respondió:
¡cállase!
Retroceso
En
El Cairo, al término de una recepción que daba un embajador francés
con motivo del cumpleaños de su esposa y a la que asistieron unos
cien invitados, los cuales, durante toda la velada, hablaron
principalmente de las Fleurs du mal de Baudelaire, que el anfitrión,
en muchos años de trabajo, había traducido a la lengua egipcia, se
amontonaron tantas personas ante el ascensor del sexto piso, en el
que vivía el embajador, que nosotros, que teníamos tiempo,
retrocedimos. Cuando la puerta del ascensor se cerró, el ascensor,
inesperadamente y para espanto de los que habían quedado, se
precipitó al vacío, estrellándose. Los que que habían quedado
estuvieron durante varios segundos sin poder moverse, y permanecieron
completamente mudos en el completo silencio que siguió al estrépito
causado por el estallido del ascensor en la planta baja. Solo cuando
se oyeron los primeros gritos se atrevieron a salir de su estupor,
pero fueron incapaces de hacer nada sensato. No querían bajar y
retrocedieron hasta el piso del embajador porque, lo mismo que los
otros, éramos incapaces de bajar. Solo tres horas después del
suceso, junto con los demás, abandonamos la casa del embajador,
cuando nos dijeron que habían retirado a los cadáveres de todos los
que habían muerto en el ascensor. Como es natural, todavía hoy nos
preocupa la cuestión de por qué no nos metimos en el ascensor y
retrocedimos ante los otros. En El Cairo, hemos oído, todos los años
varios ascensores viejos, sobrecargados, se precipitan al vacío.
Thomas
Bernhard. “El imitador de voces”. 1999, Alfaguara.
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